Ayer se cumplió un año del incendio de Notre Dame de París. Entonces nos parecía que las llamas del símbolo parisino podían ser un presagio de un derrumbe cultural.
Hoy vemos que muchas cosas están cambiando sin que podamos tomar el control.
Hace un año había mucha prisa por reconstruir el símbolo de París, de Francia y
hasta de Europa. Hoy, la catedral gótica es un enfermo más que
puede esperar su turno. Todo es muy relativo. La crisis del coronavirus ha
empequeñecido la crisis del templo. Y lo mismo pasa en nuestra vida. Un
problema grave (y, sin duda, la pandemia actual lo es) hace que relativicemos
otros que nos parecían importantes. Llega un momento en que ya no sabemos, en
realidad, qué es un verdadero problema y qué es una ocasión de cambio. Nos
cuesta distinguir entre lo importante y lo secundario, entre lo urgente y lo
que puede esperar. La confusión y el desconcierto son rasgos de nuestra época. A
menudo, no sabemos a qué atenernos. Quienes tienen que tomar decisiones que
afectan a todos (por ejemplo, los políticos) experimentan la desazón que
acompaña al ejercicio de la responsabilidad cuando no se tienen las ideas
claras.
En este contexto,
el Evangelio de este Jueves de Pascua nos regala un par de preguntas de Jesús que
parecen pensadas para la situación que estamos viviendo: “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón?”.
No parece muy difícil responder a cada una de ellas. Vayamos con la primera.
Nos alarmamos porque no sabemos si nosotros y nuestros seres queridos nos vamos
a infectar con el insidioso Covid-19. Nos
alarmamos porque nos parece increíble que un diminuto virus tenga este tremendo
poder y nosotros necesitemos mucho tiempo y muchos recursos para dominarlo. Nos alarmamos porque nos estremece el
parte diario de fallecidos. Nos alarmamos porque la vida social ha quedado
completamente alterada. Nos alarmamos porque las consecuencias económicas van a
ser desastrosas. Nos alarmamos porque no sabemos las consecuencias psicológicas
que la pandemia tendrá en todos, incluidos los niños, que parecen casi inmunes
al dichoso virus.
La segunda pregunta abre también la puerta a una cascada de
respuestas. Surgen dudas en nuestro corazón porque no sabemos si en esta crisis
la fe sirve para algo o no, si habrá personas que se aprovechen de la desgracia
ajena y comercien con nuestras urgencias, si los científicos serán capaces de encontrar
una vacuna eficaz, si nos volveremos más sensatos y solidarios o perderemos la
alegría de vivir… En fin, que tenemos una batería de respuestas a las
“inocentes” preguntas de Jesús.
¿Cómo reacciona
él? Parece no inmutarse demasiado, como si conociera nuestro corazón mejor que
nosotros y supiera de antemano lo que nos preocupa. Se limita a decir: Shalom (es decir: “Paz a vosotros”). Es el gran regalo del Resucitado a su comunidad.
Shalom es mucho más que el socorrido “Tutto andrà bene” (todo saldrá bien)
que se ve en muchas pancartas al lado de un arcoíris esperanzador. La paz que
Jesús nos trae es mucho más que un poco de sosiego para calmar la ansiedad. Es
la paz que restaura nuestras relaciones heridas, que pone armonía donde hay
desorden, que recrea lo que nos permite vivir como hijos (de Dios), hermanos
(de todos los seres humanos), cuidadores (de la naturaleza), buscadores (en la historia) y adoradores (de
Dios). Esa es la paz que necesitamos en estos momentos de ansiedad y confusión. Hablando en términos informáticos, necesitamos resetear el disco duro de nuestro corazón a instalar un nuevo sistema operativo que no proceda a partir de la búsqueda obsesiva del tener más, sino que coloque en el centro el ser más; es decir, amar más. ¿Seremos capaces de acoger este don del Resucitado? ¿Nos convertiremos en instrumentos de paz o seguiremos siendo eslabones de una cadena de injusticia y violencia?
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