Hoy tendría que haber pronunciado una conferencia en la 49 Semana Nacional de Vida Consagrada de Madrid. Su título era “Espiritualidad de la vida consagrada en la sociedad
de la información”. Como cabe imaginar, la Semana fue cancelada, así que la
conferencia deberá esperar tiempos mejores. Pero, dado que el título alude a la
sociedad de la información, quiero dedicar la entrada de hoy a este tema. ¿Cómo
hubiéramos vivido la pandemia del coronavirus hace 100 o 200 años cuando no existían
ni las redes sociales, ni Internet, ni la televisión ni la radio? Me cuesta
imaginarlo. Hoy suplimos la falta de contacto físico con innumerables videollamadas,
videoconferencias, mensajes de WhatsApp
y otras formas digitales de comunicación, hasta el punto de que el
confinamiento, en vez de permitirnos disfrutar de un tiempo de silencio y quietud,
nos satura con mensajes de todo tipo. Reconozco que algunos son muy ocurrentes
e inspiradores. Es probable que, al final de esta cuarentena, hayamos ganado algún
kilo en nuestro cuerpo y, desde luego, muchos kilos digitales. Podemos terminar
siendo unos perfectos obesos informáticos para regresar luego a la
incomunicación. No soy muy optimista respecto de los “avances” que se logran más por presión externa que por convencimiento interior.
En parte se
entiende esta necesidad –casi compulsiva– de hacer algo en la red. Los músicos se
sienten obligados a componer canciones (solos o en grupo) y a colgar vídeos en You Tube. Se han puesto de moda los vídeos grabados por
varias personas, cada una desde su domicilio. Los artistas gráficos han
aumentado su producción de posters, viñetas y composiciones de todo tipo. Los
curas transmiten misas desde su capilla o habitación, organizan ejercicios espirituales
on line e imaginan diversas formas de
acompañamiento espiritual. Las editoriales ponen a disposición de los lectores
libros gratis. Los cocineros enseñan a cocinar platos sencillos. Menudean las campañas de todo tipo a favor de sanitarios,
cuidadores, fuerzas del orden, etc. Y, por supuesto, abundan los vídeos con
explicaciones “científicas” acerca del origen, difusión y alcance de la
pandemia. No faltan discursos apocalípticos que ven en la pandemia un castigo
divino ejemplarizante y la antesala del fin del mundo. O sea, que no nos
podemos quejar de falta de material para sobrellevar el confinamiento. En medio
de esta selva, rescato un vídeo promovido por la delegación de Pastoral
Familiar de la diócesis de Vitoria (España), en el que diversas familias (la primera que aparece es amiga mía) agradecen
a los sacerdotes su entrega en estos tiempos de coronavirus. Lo acompañan con
una canción titulada “Gracias a ti, sacerdote”.
La eclosión
digital nos está ayudando a sobrellevar estas semanas con más recursos. No estoy
seguro de que esto sea siempre positivo. De hecho, el papa Francisco, que está muy
atento a los signos de los tiempos, nos previene contra un neo-gnosticismo
en la forma de vivir la fe en tiempos del coronavirus. Las celebraciones on line corren el riesgo de acentuar un peligro que ya estaba
presente en las celebraciones presenciales: el cristianismo subjetivo y a la
carta. En el amplio supermercado religioso que me brinda Internet, yo me sirvo
los productos que me interesan (misas, oraciones, ejercicios, etc.), cuando y
como quiero. El papa Francisco subraya mucho el carácter encarnado, concreto y
comunitario de la fe cristiana para evitar reducirla a un producto de consumo
individual que satisfaga nuestras necesidades de sentido, seguridad y trascendencia.
Tal vez no es conveniente poner el acento en este peligro, pero me parece que no
está de más ser conscientes de él. Mientras, dejemos que el Espíritu del
Resucitado sople donde quiera y suscite mil iniciativas de resistencia, acompañamiento,
solidaridad y celebración.
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