Llevo recluido en casa desde el comienzo del mes de marzo. Probablemente tenga que seguir en estas
condiciones varias semanas más. Italia entera se ha convertido en un país de
recluidos. Las autoridades recomiendan permanecer en casa, a menos que sea
absolutamente necesario salir a la calle. Y en este caso, provistos siempre de una autocertificación según el módulo oficial. Yo vivo en una casa grande con casi
30 personas. No tengo sensación de agobio, pero pienso en las personas
obligadas a permanecer recluidas en apartamentos de 50 o 60 metros cuadrados.
No será fácil para ellas asumir la situación. Pienso, sobre todo, en los más de
250.000 ancianos que viven solos en Roma y que probablemente están viviendo
estos días con ansiedad y temor. Según la OMS, estamos ya viviendo una pandemia
global. Creo que Italia ha reaccionado con prontitud y responsabilidad.
No estoy seguro de que otros países del entorno se estén comportando del mismo
modo. Hemos tardado en comprender el alcance de esta epidemia. El hecho de que,
al principio, se repitiera el mensaje –falsamente tranquilizador– de que se
trataba de una simple gripe no ha contribuido a reaccionar a tiempo. Cuando se
ha querido hacerlo, era ya demasiado tarde.
La reclusión no significa aislamiento. Hoy, gracias a la tecnología, podemos estar en comunicación con muchas personas sin salir de casa. Conocemos al segundo lo que está pasando en el mundo. Aunque no hay contacto físico, podemos sentirnos en comunión con las personas que están padeciendo en sus carnes las consecuencias directas o indirectas de este extraño virus. Es verdad que otros acontecimientos de importancia (desde la guerra en Siria hasta los problemas en el Mediterráneo o el Brexit) han pasado a un segundo plano. Es comprensible. Una pandemia se vive como una amenaza universal. No estamos acostumbrados a enfrentarnos a un fenómeno como este. Se dice que las generaciones que siempre hemos vivido en paz, que no hemos experimentado nunca la crueldad y las penurias de una guerra, tenemos que medirnos ahora con otro tipo de “guerra”. Quizá este sufrimiento y este esfuerzo colectivo nos curen de otras enfermedades propias de quienes creen que tienen derecho a todo y no han tenido que sufrir por nada.
La reclusión no significa aislamiento. Hoy, gracias a la tecnología, podemos estar en comunicación con muchas personas sin salir de casa. Conocemos al segundo lo que está pasando en el mundo. Aunque no hay contacto físico, podemos sentirnos en comunión con las personas que están padeciendo en sus carnes las consecuencias directas o indirectas de este extraño virus. Es verdad que otros acontecimientos de importancia (desde la guerra en Siria hasta los problemas en el Mediterráneo o el Brexit) han pasado a un segundo plano. Es comprensible. Una pandemia se vive como una amenaza universal. No estamos acostumbrados a enfrentarnos a un fenómeno como este. Se dice que las generaciones que siempre hemos vivido en paz, que no hemos experimentado nunca la crueldad y las penurias de una guerra, tenemos que medirnos ahora con otro tipo de “guerra”. Quizá este sufrimiento y este esfuerzo colectivo nos curen de otras enfermedades propias de quienes creen que tienen derecho a todo y no han tenido que sufrir por nada.
Esta tarde
tendremos en mi comunidad una hora de adoración. Pediremos de manera especial
por todas las víctimas de esta pandemia y por quienes están llevando el peso más
fuerte a la hora de combatirla: personal sanitario, científicos, fuerzas de
seguridad, etc. Los creyentes sabemos el poder misterioso de la oración. No
creemos que Dios resuelva nuestros problemas con una varita mágica, pero sí creemos
que –como buen padre– nos ayudará a encontrar las soluciones mejores. Por otra
parte, confiar nuestra vida en sus manos nos proporciona la serenidad y la
confianza necesarias en tiempos de ansiedad y tristeza. Hay varios salmos que
parecen haber sido escritos para momentos como los que estamos viviendo. En
ellos podemos encontrar luz y sosiego: “Si
el afligido invoca al Señor, él lo escucha” (Sal 33). Quizá ha llegado también el momento de hacernos algunas preguntas y de examinar nuestro estilo de vida.
Creo que el universo tiene su manera de devolver
el equilibro a las cosas según sus propias leyes, cuando estas se ven
alteradas. Los tiempos que estamos viviendo, llenos de paradojas, dan que
pensar...
En una era en la que el cambio climático está
llegando a niveles preocupantes por los desastres naturales que se están
sucediendo, a China en primer lugar y a otros tantos países a continuación, se
les obliga al bloqueo; la economía se colapsa, pero la contaminación baja de
manera considerable. La calidad del aire que respiramos mejora, usamos
mascarillas, pero no obstante seguimos respirando...
En un momento histórico en el que ciertas
políticas e ideologías discriminatorias, con fuertes reclamos a un pasado
vergonzoso, están resurgiendo en todo el mundo, aparece un virus que nos hace
experimentar que, en un cerrar de ojos, podemos convertirnos en los
discriminados, aquéllos a los que no se les permite cruzar la frontera,
aquéllos que transmiten enfermedades. Aun no teniendo ninguna culpa, aun siendo
de raza blanca, occidentales y con todo tipo de lujos económicos a nuestro
alcance.
En una sociedad que se basa en la productividad y
el consumo, en la que todos corremos 14 horas al día persiguiendo no se sabe
muy bien qué, sin descanso, sin pausa, de repente se nos impone un parón
forzado. Quietecitos, en casa, día tras día. A contar las horas de un tiempo al
que le hemos perdido el valor, si acaso éste no se mide en retribución de algún
tipo o en dinero. ¿Acaso sabemos todavía cómo usar nuestro tiempo sin un fin
específico?
En una época en la que la crianza de los hijos,
por razones mayores, se delega a menudo a otras figuras e instituciones, el
Coronavirus obliga a cerrar escuelas y nos fuerza a buscar soluciones
alternativas, a volver a poner a papá y mamá junto a los propios hijos. Nos
obliga a volver a ser familia.
En una dimensión en la que las relaciones interpersonales,
la comunicación, la socialización, se realiza en el (no) espacio virtual, de
las redes sociales, dándonos la falsa ilusión de cercanía, este virus nos quita
la verdadera cercanía, la real: que nadie se toque, se bese, se abrace, todo se
debe de hacer a distancia, en la frialdad de la ausencia de contacto. ¿Cuánto
hemos dado por descontado estos gestos y su significado?
En una fase social en la que pensar en uno mismo
se ha vuelto la norma, este virus nos manda un mensaje claro: la única manera
de salir de esta es hacer piña, hacer resurgir en nosotros el sentimiento de
ayuda al prójimo, de pertenencia a un colectivo, de ser parte de algo mayor
sobre lo que ser responsables y que ello a su vez se responsabilice para con
nosotros. La corresponsabilidad: sentir que de tus acciones depende la suerte
de los que te rodean, y que tú dependes de ellos.
Dejemos de buscar culpables o de preguntarnos por qué
ha pasado esto, y empecemos a pensar en qué podemos aprender de todo ello.
Todos tenemos mucho sobre lo que reflexionar y esforzarnos. Con el universo y
sus leyes parece que la humanidad ya está bastante en deuda y que nos lo está viniendo a explicar esta epidemia, a un alto precio.
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