La noticia es conocida por todos: somos un país confinado. Me estoy refiriendo a Italia, el país en el que vivo. El
odiado Covid-19 ha causado ya 463 muertos. Hay unas 8.000 personas
contagiadas. Las cifras cambian al alza a cada momento. Es verdad que los casos se concentran en la Lombardía y algunas
provincias del norte, pero el peligro se cierne por todo el país. Las medidas decretadas
por el gobierno son drásticas. Se nos invita a permanecer en casa mientras no
haya una razón grave para salir y desplazarse. Nunca a lo largo de mi vida había
vivido una situación semejante. Es lo más parecido a una guerra. El enemigo es
un miserable virus. Ha causado muchos menos muertos que el bombardeo
de una ciudad en una guerra convencional, pero ha logrado alterar por completo la vida de un país tan
vital y saludable como Italia. No será fácil digerir lo que nos está pasando. A
los efectos inmediatos (cierre de centros educativos, cancelación de viajes y reservas hoteleras, motines en
las cárceles, estrés sanitario, dificultades de abastecimiento, soledad de
muchos ancianos que se han quedado aislados, etc.), hay que añadir una especie
de depresión colectiva. En el momento en el que comenzaba a despegar la
temporada turística, todo se viene abajo. ¡Hasta los Museos Vaticanos han cerrado! Roma empieza a parecer una ciudad fantasma.
Nunca me han
gustado las películas que tratan asuntos como la guerra biológica o la guerra informática,
pero caigo en la cuenta de que nuestro gigante tecnocrático tiene los pies de
barro. Lo que está sucediendo ahora con el Covid-19 puede suceder mañana con un
virus informático que contamine las grandes redes mundiales de comunicación y logre
paralizar los servicios básicos. Aprender a vivir con nuestra fragilidad es
quizás una de las primeras lecciones que se extraen de acontecimientos como los
que estamos viviendo. Por muy poderosos que nos creamos, por muchos avances que
hayan hecho las ciencias y las técnicas, un simple virus de origen incierto pone
en jaque a la humanidad. Es verdad que frente a la fragilidad se desata la
solidaridad, pero también la explotación. Estoy seguro de que hay personas que
están sacando ganancia de esta crisis. Sucede siempre. Todo ser humano esconde una hiena que entra en
acción cuando se dan los factores adecuados. Sin embargo, es preciso rescatar las virtudes cívicas que todavía sostienen nuestra convivencia. Conductas individuales irresponsables pueden poner a toda la comunidad en riesgo.
Me decía una
amiga italiana que le produce mucha tristeza que en estas circunstancias se
hayan dejado de celebrar misas públicas. Para ella, la misa es una fuente de energía
para afrontar mejor la crisis que vivimos. Algo parecido escribía hace un par
de días Andrea Riccardi, fundador de la comunidad de sant’Egidio y exministro
del gobierno italiano, en el Corriere
della sera. Me llega también una interesante carta del obispo francés de
Ars en la que, entre otras cosas, dice: “Hay
que recordar que en situaciones mucho más graves, las de las grandes plagas, y
cuando los medios de asistencia sanitaria no eran los que son hoy, las
poblaciones cristianas se animaban con oraciones colectivas, así como ayudando
a los enfermos, asistiendo a los moribundos y enterrando a los muertos. En
resumen, los discípulos de Cristo no se alejaron de Dios ni se escondieron de
sus semejantes, sino todo lo contrario”. Existe el riesgo de que, en
situaciones como las actuales, nos volvamos todavía más individualistas de lo
que ya somos, buscando solo nuestra propia seguridad y pensando poco en quienes
pueden estar viviendo situaciones peores. La prudencia no debe estar reñida nunca con
la caridad.
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