Me he encontrado entre las participantes en el curso que estoy dando en Madrid a una alumna que tuve hace años. No sé si ella recordaba algo de los contenidos de la asignatura
que entonces impartía yo en el Instituto de Vida Religiosa de Madrid. Lo que sí
recordaba es que un día les había enseñado una canción del cantautor Luis Alfredo Díaz
con quien yo colaboraba en aquellos años en el Multifestival David, un encuentro de artistas y pensadores
cristianos que queríamos evangelizar a través del arte y de la música. Entre las
muchas canciones compuestas por Luis Alfredo, la que mi alumna recordaba era
una titulada “La gente camina”. Merece la pena evocar su letra porque describe
un itinerario de encuentro con Jesús, una especie de camino de Emaús moderno en
el que Jesús se hace el encontradizo con la gente que camina por la calle de
una gran ciudad. La primera estrofa dice así:
La gente camina
cabizbaja y triste,
los ojos perdidos
en la inmensidad.
Y entre tanta gente,
y entre tantas voces,
y entre tantas
luces no le han visto a Él.
Me imagino el río
de gente que desciende por la Gran Vía hasta la Plaza de España en Madrid, o por otras grandes avenidas en muchas ciudades del mundo. Todos van aprisa, reclamados por las luces de neón de los teatros y grandes
tiendas. No es fácil ver sonreír a la gente en el tráfago de la ciudad. Es más fácil ver cómo consultan su teléfono móvil cada dos por tres. También Jesús se pone a caminar en medio de esa gente variopinta, pero
nadie lo reconoce. Cada uno va a lo suyo. Hay demasiada gente, demasiadas voces,
demasiadas luces. Una calle de una gran ciudad es un símbolo de este mundo
acelerado y ruidoso en el que vivimos. No es que Jesús no esté ahí, pero se
hace difícil encontrarlo. Nadie lo ve porque nuestra cabeza y nuestro corazón están volcados en nuestros intereses y preocupaciones. No hay espacio para fijarse en el otro.
La segunda
estrofa supone un avance. Presenta a Jesús como el viandante misterioso que se
mezcla con la gente y que viste como todos. Lo único que lo diferencia es la
luminosidad de su rostro porque es un reflejo de la luz de Dios. Algunos se dan
cuenta de que, siendo uno de tantos, es diferente. Entonces, detienen el paso y
se ponen a caminar junto a él. También en esta cultura nuestra, ruidosa y
anónima, hay algunos que se sienten seducidos por su rostro, que lo reconocen,
que creen en él, que lo siguen. No es imposible si uno abre bien los ojos y se
deja cautivar por su “rostro radiante en la multitud”.
Y Él también
camina como todos ellos,
un rostro
radiante en la multitud.
Y pocos le notan,
mas cuando le notan
detienen su
marcha y siguen tras Él.
El número de
seguidores va aumentando poco a poco, como afluentes de un río que crece
imparable. La Iglesia es un fenómeno siempre en estado naciente. Cada vez que
alguien cree en Jesús, nace de nuevo, se produce el milagro de la comunión. La
Iglesia no es un gueto o una secta, sino un pueblo en marcha, “que vive en el
mundo, pero no es de él”. Para expresar este paradoja, quizá no hay texto más
hermoso que el de la Carta a Diogneto,
un escrito apologético del siglo II. En él leemos: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar
en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no
tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de
vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y
especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza
basada en autoridad de hombres.
Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les
cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el
vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor
de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria,
pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan
todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en
toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran
hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común,
pero no el lecho.
Viven en la carne, pero no según la carne. Viven
en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes
establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos
los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello
reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan
en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en
su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados
con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son
castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si
se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles
los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar
el motivo de su enemistad”.
Y así poco a poco
un pueblo se forma,
que vive en el
mundo pero no es de Él.
Que tiene
problemas como todos ellos,
pero no parecen
padecer por ellos.
La novedad
cristiana consiste en ser luz en medio de las sombras. Jesús lo dijo con
claridad: “Vosotros sois la luz del mundo”.
La razón no es que los cristianos sean mejores que los demás. Lo que los
convierte en luminosos es que “todos
ellos claramente han visto la luz que manaba del rostro de Cristo”. Un
rostro iluminado es el mejor modo de contagiar la alegría del Evangelio. No es necesario multiplicar las palabras o los gestos. Basta vivir con sentido, sencillez y alegría. La vida auténtica es siempre contagiosa. Seguimos a un Resucitado, a alguien que ha pasado por la prueba del dolor y de la muerte y la ha traspasado. Él conoce el sufrimiento humano. Se hace cargo del peso de la vida. Pero ha ido más allá. Nos ha mostrado que la última palabra no es la muerte, sino la comunión plena con Dios. Por eso, podemos afrontar la existencia con esperanza y alegría.
Este pueblo canta
cuando el mundo llora,
y cuando está en
sombra este pueblo es luz.
Porque todos
ellos claramente han visto
la luz que manaba
del rostro de Cristo.
Gonzalo, muchísimas gracias por esta entrada de hoy, muy rica en mensajes que vienen muy bien después de todos los interrogantes que ha conllevado el Retiro de Los Negrales.
ResponderEliminarInteresante el testimonio profundo y sencillo, a la vez, de Luis Alfredo Díaz que con sus canciones,transporta a momentos antiguos vividos en el deseo de "la entrega".
Interesante la Carta a Diogneto, por su antiguedad y actualidad, la desconocía... Un abrazo
Gracias p. Gonzalo por estas reflexiones tan cercanas al mundo en que vivimos y por la referencia tan oportuna, fresca y vívida a pesar de su antigüedad.
ResponderEliminarRecuerdo el Retiro que nos dirijiste hace años a los Claretianos de Antillas, haciendo el recorrido de los Discípulos de Emaús.. y por supuesto con esa hermosa canción, que ya nunca olvidé. Gracias hermano.
ResponderEliminarGracias Gonzalo, qué mensaje más embriagador me has dejado con el desmenuzado de tan preciosa canción que he cantado y escuchado tantas veces. Me ha emocionado la carta. Gracias.
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