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sábado, 29 de febrero de 2020

En carne propia

Este 29 de febrero amanece frío y luminoso en Roma. Los años bisiestos nos crean la ilusión de que podemos vivir un poco más. Este suplemento de 24 horas es como una paga extra en el salario de la vida. Yo la valoro con enorme gratitud después de la experiencia vivida ayer. Cuando me dirigía a pie a la iglesia de santa Lucía del Gonfalone, en el centro de Roma, para participar en el funeral del P. Tullio Vinci (un claretiano italiano que falleció con 99 años), caí en la cuenta de que basta un segundo para que la vida dé un vuelco. Mientras cruzaba uno de los puentes sobre el Tíber por el paso de peatones, una moto me embistió, me tiró a tierra y me desplazó varios metros por la calzada. Gracias a Dios, en ese momento no pasaba ningún vehículo en esa dirección; si no, hoy no podría estar escribiendo esta entrada. Después de un reconocimiento médico en el hospital, acompañado por algunas radiografías, me diagnosticaron un esguince en el pie izquierdo con fuerte inflamación y algunas magulladuras en el lado izquierdo del cuerpo. Aquí estoy, con la pierna izquierda vendada, en reposo, y con unas muletas para desplazarme por mi cuarto. Ante lo que podía haber sido, no parece nada grave.

No sé si esta es la mejor forma de empezar la Cuaresma, pero puedo asegurar que me hace comprender mucho más a quienes se pasan la vida atados a una cama o a una silla de ruedas. Las operaciones más simples (lavarse, desnudarse o vestirse) se convierten en tareas complicadas. La solidaridad de los hermanos de mi numerosa comunidad es ejemplar. Todos están dispuestos a prestarme cualquier mínimo servicio.

Quizá no debería contar estas cosas en un blog como este. Si lo hago es por tres razones. La primera, por caer en la cuenta de la importancia de la salud. Como se suele decir, solo la valoramos cuando la perdemos. La segunda, por avivar la empatía con las personas sufrientes: enfermos, discapacitados, accidentados, abandonados, solitarios, etc. Y la tercera, por agradecer el amor recibido a través de múltiples signos de fraternidad: desde llevarme en coche al hospital, hasta comprar las medicinas en la farmacia, traerme la comida a mi habitación o ayudarme en todo lo que necesito. Cada una de estas razones supone un rasgo espiritual. 

Agradecer la salud significa saber que dependemos de Dios, que estamos en sus manos. Estar sanos es una forma de estar más disponibles para la entrega. Ayer, mientras me llevaban al hospital, pensaba que lo que no me ha pasado nunca en mis múltiples viajes por misiones difíciles, me ha pasado en una ciudad como Roma “con todas las normas a mi favor”, como decía crómicamente el personaje de un chiste narrando el atropello de que había sido objeto. Nunca sabemos lo que nos puede pasar. Incluso las situaciones aparentemente más seguras pueden tornarse peligrosas en un abrir y cerrar de ojos.

La solidaridad con los sufrientes es un rasgo muy humano y muy cristiano. Somos seguidores de un Cristo sufriente que ha probado en carne propia el dolor de los seres humanos. Solo desde abajo comprendemos el misterio de la humanidad. Cuando todo nos va bien, cuando desde que nos levantamos hasta que nos acostamos derrochamos energía y buen humor, podemos volvernos insensibles a las necesidades de quienes viven una vida disminuida o amenazada. Probar de vez en cuando en carne propia la fragilidad nos vuelve sensibles, empáticos y humildes. Estas excursiones por la otra cara de la vida son imprescindibles para ganar en humanidad. Cuatro horas en las urgencias de un hospital permiten acercarse un poco al catálogo inmenso de las dolencias humanas.

¿Qué decir de la cercanía de mi comunidad? ¡Que no me la merezco! Saber que puedo contar con hermanos para cualquier cosa y en cualquier momento es uno de esos dones extraordinarios que acompañan la vocación religiosa! A veces, necesitamos que alguien atraviese una prueba o una crisis para desplegar todo el amor y cariño que llevamos dentro. Sin la más mínima ironía, se podría decir entonces que “no hay mal que por bien no venga”. Gracias, cercanía y paciencia me parecen  las tres palabras que mejor resumen el tratamiento con el que afronto esta semana de obligado reposo.



viernes, 28 de febrero de 2020

El sordo genial

Este año se cumplen los 250 años del nacimiento del “sordo genial”, el gran Ludwig van Beethoven, acaecido en diciembre de 1770. Su vida, como la de la mayoría de los genios, fue bastante atormentada. Gozó de fama, tuvo dinero, pero su salud quebradiza, su carácter irascible (algunos hablan de bipolar) y sus desengaños amorosos (nunca contrajo matrimonio) lo llevaron a la tumba a la edad de 57 años. Tres días después de su fallecimiento, el 29 de marzo, tuvo lugar el funeral en la iglesia de la Santa Trinidad de Viena. En él se interpretó el Réquiem en re menor de Wolfgang Amadeus Mozart. Se dice que asistieron más de 20.000 personas, entre las que se encontraba Schubert, gran admirador suyo. La tumba de Beethoven se encuentra en el cementerio Zentralfriedhof de Viena. Es difícil encontrar a alguien que no haya escuchado alguna vez los primeros compases de su famosa Quinta sinfonía. ¡Hasta la publicidad se ha servido en varias ocasiones de su famoso sol-sol-sol-mi, fa-fa-fa-re! Pero lo que todo el mundo conoce sin duda es su famoso Himno a la Alegría (la oda de Schiller), incluido de manera heterodoxa (porque las sinfonías son piezas instrumentales) en la Novena Sinfonía.

Un youtuber al que sigo y admiro, Jaime Altozano, nos explica con mucha gracia y conocimiento el secreto de la melodía más famosa del mundo, que se ha convertido en el himno de la Unión europea.


Y Sheila Blanco, que ya apareció en este Rincón a propósito de su atrevida composición sobre Mozart, acaba de narrar ahora la vida del sordo genial sirviéndose de la melodía principal de su Quinta sinfonía. Os dejo con el vídeo y la letra. Ya tenemos menú musical para el fin de semana.


BEETHOVEN SOY

¿Quién anda ahí?
¡Beethoven soy!
Vengo a contar que mi destino se forjó
con sinfonías como esta Quinta, ¡que es muy top!
Primero fui compositor del Clasicismo 
pero mi estilo evolucionó al Romántico.
Todo empezó cuando mi padre me obligaba a trasnochar
para tocar y convertirme en otro Mozart sin igual.

Él se pasaba el día bebiendo,
mi madre todo el tiempo enferma,
aquello siempre fue un infierno
pero al fin me fui a Viena
con ayuda de un mecenas en mi triste adolescencia.
Trabé amistades y compuse con solvencia.
Con 20 años dio comienzo mi sordera.

¡Qué mal!
Pero la música me salvó la vida entera
al igual que al gran James Rhodes,
transformó mi sufrimiento;
dejar de oír fue tan injusto, la peor de las tragedias.
Además me quedé solo
pues me dieron calabazas,
pero eso no importó:
porque compuse las sonatas más hermosas
y la música de cámara;
porque compuse también nueve sinfonías
que son de mi repertorio la joya de la corona 
que tú debes escuchar.

 ¡250 es un número especial!
 ¡Este año toca celebrar a Ludwig Van,
compositor y director uiversal!

jueves, 27 de febrero de 2020

Salir a la calle

Leo que la omnipresente monja argentina Lucía Caram, ataviada con bufanda roja, ha visitado a los muchachos de la academia de Operación Triunfo. Enseguida se ha desatado un debate digital. Me parece que dominan los partidarios sobre los detractores. Más allá de la simpatía o antipatía que suscite esta monja atípica, admiro a las personas que aceptan el desafío de vivir su fe en la calle, en diálogo con personas que entienden la vida de maneras muy diversas. Admiro, sobre todo, a quienes se sientan a dialogar con las jóvenes generaciones. Escuchar sus preguntas y perplejidades nos ayuda a entender mejor en qué mundo vivimos. Leyendo algunos comentarios a la visita de la monja Caram a los “triunfitos”, me sorprende que varios digan que ha sido genial porque ha hablado de valores humanos como el esfuerzo, la preocupación por los últimos, la solidaridad… sin hablar de Dios. Lo que la hace atractiva para quienes se declaran ateos es que no ha necesitado hablar de Dios para mostrarse muy humana. Estas cosas solo suceden en Europa. Creo que en ninguna otra parte del mundo (salvo quizás en algunos lugares de América) se contrapone con tanta energía la fe en Dios y la preocupación por los seres humanos. Espero que, entre las muchas cosas que hemos exportado (buenas y malas), no exportemos también esta manera dualista y empobrecedora de entender la fe y la realidad.

Cuando salimos a la calle nos exponemos mucho. Hay personas a las que todo lo que suene a religión, Jesús, Evangelio o Iglesia les produce urticaria. Pueden tener razones personales para esta hostilidad. A menudo provienen de contextos familiares y educativos en los que la fe cristiana se ha vivido más como imposición que como opción liberadora. No faltan experiencias traumáticas en relación con algunos hombres o mujeres de Iglesia. En otros casos, la hostilidad puede provenir del pensamiento anticristiano que se ha instalado en algunos círculos intelectuales y artísticos y que se vende como la cumbre de la libertad de expresión. O simplemente de prejuicios nacidos de la ignorancia. Es normal que una sociedad pluralista existan corrientes de este tipo. Hay que aprender a convivir con ellas sin concederles una excesiva importancia. En ningún caso las posibles reacciones críticas deben impedirnos caer en la cuenta de que la gran mayoría de las personas tienen una actitud abierta al diálogo, respetan los diversos caminos que uno puede recorrer e incluso sienten una profunda simpatía por Jesús y su evangelio. Me he sorprendido muchas veces hablando con personas que, al enterarse de que era misionero, han compartido abiertamente sus búsquedas y sus problemas. ¿Por qué habríamos de esconder un tesoro que se nos ha concedido para compartirlo con los demás?

En esta línea, me produjo alegría que el reciente Congreso de Laicos de España llevara por título Pueblo de Dios en salida. No se trata de promover una campaña de proselitismo semejante a la que practican algunas sectas pentecostales o de querer regresar al modelo tradicional de cristiandad. Me parece que es algo más profundo, fresco y evangélico. Consiste en tomar en serio la invitación de Jesús de ir de dos en dos dando testimonio de la novedad del Reino a través de algunos signos que la expresan. Quizás el más sencillo y elocuente es la autenticidad de la propia vida, la alegría serena y contagiosa que brota de quien vive con sentido, de quien se sabe querido de manera incondicional por Dios. No es necesario imaginar una evangelización muy programada, a base de medios sofisticados. El Espíritu Santo llega al corazón de las personas en directo. A nosotros nos toca respetar, suscitar, acompañar y compartir. El Evangelio que se vive y se celebra en las casas y en los templos resuena con una frescura especial cuando sale a la calle. Es posible que los ruidos ambientales interfieran un poco, pero eso mismo se convierte en acicate para aguzar el oído. El siguiente vídeo puede ser una hermosa parábola musical de lo que sucede cuando abandonamos una impoluta sala de conciertos y llevamos el Bolero de Ravel a una plaza del pueblo. Algo parecido podría suceder con el Evangelio, la partitura que nunca pasa de moda y que cada vez menos conocen.



miércoles, 26 de febrero de 2020

¿Por qué no este año?

En medio del temor creciente por la expansión del coronavirus llega como de puntillas la Cuaresma. Los periódicos no le dedican ninguna atención. Están preocupados por otras cosas aparentemente más actuales. Al fin y al cabo, cuaresmas ha habido muchas y seguirá habiéndolas en el futuro. Su llegada no es noticia. La Iglesia no depende de las modas de cada momento. Como el Evangelio, es siempre actual porque no está obsesionada con serlo y, sobre todo, porque va al corazón de la experiencia humana. En este contexto, el papa Francisco nos regala su mensaje anual con motivo de la Cuaresma. Toma por título un versículo de la segunda carta a los corintios: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Cor 5,20). No sé cuántos lo leerán con atención. Estamos saturados de palabras. Yo lo leí en mi vuelo de regreso a Roma el pasado lunes. Sentí una suave llamada a cuidar más las tres relaciones esenciales de mi vida: con Dios (oración), con los demás (limosna) y conmigo mismo (ayuno). Ya sé que todos los años la Iglesia nos recomienda una buena dosis de estos tres ingredientes espirituales, pero con frecuencia los echamos en el olvido. ¿Por qué este año puede ser diferente? ¿Por qué no puede ser posible pasar de una fe licuada a una fe sólida?

Mientras intento concentrarme, suena en el trasfondo el testimonio impresionante de María Martínez, una mujer donostiarra que ha pasado de practicar abortos a dar testimonio de su fe en Jesús. Hace pocas horas que un amigo mío me ha enviado el enlace a un vídeo de YouTube que resulta escalofriante. No dudo de que a algunos les puede parecer el típico mensaje conservador de los neoconversos, pero no conviene dejarse guiar por los prejuicios. Es un vídeo muy reciente. Fue grabado el pasado mes de noviembre. No sé qué pensar. Tendría que apagarlo, pero reconozco que me atrapa. Pienso que si María (antes llamada Amaia) ha vivido un terrible y hermoso proceso de conversión, ¿por qué los mediocres no podemos vivir el nuestro? Nunca es tarde para quien se deja seducir por Dios. Quizá lo único que podemos hacer es ponernos a su alcance, no huir ni hacia atrás ni hacia adelante, aguantar su mirada de amor. Orar es exactamente esto: dejarnos mirar por Dios sin temor a ser descubiertos o desnudados. La suya no es una mirada inquisidora o acusatoria. Es la mirada de un padre que nunca renuncia a encontrarse con cada uno de sus hijos e hijas, que se levanta cada mañana para otear el horizonte para ver si estamos de camino. Es más fácil enredarse en las ocupaciones habituales, encontrar justificaciones de todo tipo, responder que “mañana le abriremos para lo mismo responder mañana”, pero ninguna de estas excusas nos deja el corazón pacificado porque hemos sido hechos para él y no saciaremos nuestro anhelo hasta que no descansemos en él.

Escribo estas líneas en la curia general de los Agustinos Recoletos mientras dirijo un taller de dos días con los responsables de la formación permanente de la orden. La figura del santo de Hipona está por todas partes. Si hay algún santo que ha descrito con profundidad el anhelo de infinito, el itinerario que sigue un buscador de Dios, ese ha sido san Agustín. Sus Confesiones son una lectura obligada para todos los que buscan un sentido profundo a su vida. Quizás la Cuaresma es una buena oportunidad para ello. ¿Por qué no este año? El salmo 94 nos invita: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón”. La enfermedad más peligrosa de nuestro tiempo no es la producida por el Covid-19, sino la “dureza de corazón”, la insensibilidad a los signos de Dios en el libro de la vida, la cerrazón a su amor. Para esta enfermedad no existe mejor antídoto que una oración humilde en la que hagamos nuestras las palabras del salmo 62: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti. Mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua”. Y también el complejo vitamínico que nos ofrece el profeta Isaías en  la primera lectura de hoy: “Rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios (Is 2,12).

martes, 25 de febrero de 2020

Esclavos con corbata

Con frecuencia me encuentro en los aeropuertos de algunas ciudades de Europa a jóvenes de entre 25 y 40 años bien vestidos, con una maleta de mano, una pequeña mochila (ya apenas se usa el tradicional maletín de ejecutivo) y el omnipresente teléfono móvil pegado a la oreja. Suelen ser ingenieros, analistas, informáticos, economistas, etc. que trabajan para compañías multinacionales. Pueden estar en Madrid, Londres, París, Bruselas, Múnich… o Shanghái. Quien los ve a una cierta distancia se da cuenta de que parecen todos cortados por el mismo patrón. A veces, cuando van en grupo, les oigo algunas conversaciones en el avión. Parecen personas competentes, dinámicas y admiradas. Suelen tener un buen sueldo, por encima de los cuatro o cinco mil euros mensuales. Muchos estudiantes universitarios los envidian. Quienes, después de haber hecho una carrera, no encuentran un trabajo a la altura de su preparación, quisieran ser como ellos. Parecen el paradigma del éxito. Lo que muchos no saben es que sus compañías los explotan. Tras un traje de corte italiano y una corbata de diseño, puede ocultarse un verdadero esclavo. A veces, les hacen trabajar doce horas diarias de lunes a viernes. Se ven obligados a viajar continuamente, lo que dificulta tener una relación estable o crear una familia. Se permiten algunos lujos como comprarse un coche caro, comer en restaurantes con estrellas Michelín o presumir de vacaciones en algún lugar exótico. Es lo que todo el mundo ve. Pero el brillo exterior no siempre coincide con lo que sucede por dentro.

A primera vista, parecen privilegiados. En realidad, su relativo éxito profesional lo pagan a un altísimo precio. Ganan dinero, pero pierden vida. Sus conversaciones son siempre apresuradas… porque no tienen tiempo. Apenas ven a los familiares y amigos… porque no tienen tiempo. Si son creyentes, no pueden participar en actividades de su comunidad cristiana… porque no tienen tiempo. Las empresas los exprimen al máximo y prescinden de ellos cuando encuentran a otros a los que seguir exprimiendo. Pueden ser muy resolutivos en el campo profesional y, al mismo tiempo, muy inmaduros en el personal. No se comprometen a largo plazo con nada porque viven al día. Cuando rondan los 30 años el trabajo actúa como euforizante. Lo necesitan para sentirse alguien. Cuando se aproximan a los 40 empiezan a preguntarse si ha merecido la pena haber quemado diez o quince años de su vida. Priorizan tanto las cuestiones laborales que no tienen ni tiempo ni ganas para afrontar otras dimensiones esenciales de la vida. Coleccionan relaciones de corta duración, las únicas que pueden y saben gestionar. Los más ansiosos no le hacen ascos a las drogas. La competitividad se convierte en la máxima virtud. La palabra éxito es la más usada de su particular diccionario.

Tengo algunos amigos que pertenecen a esta clase de jóvenes profesionales, aunque no creo que lleguen al extremo. Los aprecio mucho, pero los veo desfondados, en una continua huida hacia adelante. Muchos de sus valores permanecen en sordina, como si tuvieran la secreta convicción de que, tras un par de décadas de explotación y ganancias abultadas, pudieran retomarlos después con serenidad. No caen en la cuenta de que los valores no son de usar y tirar. O se viven o no se viven. Siempre que los veo o hablo con algunos de ellos no puedo evitar acordarme de las palabras de Jesús: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?”. Sé que para ellos significan poco. La fiebre del éxito los devora. No son muy conscientes de lo esclavos que son, aunque tienen momentos de lucidez porque son inteligentes. A veces quisieran cambiar de rumbo, sienten nostalgia de otro tipo de vida, pero se sienten demasiado atrapados. No todos los ejecutivos tienen el coraje de convertirse en “el monje que vendió su Ferrari”. Ser “esclavo con corbata” tiene sus compensaciones a corto y medio plazo, aunque sea hipotecando la propia vida. Por eso siguen.

¿Cómo caer en la cuenta del engaño antes de que una ruptura amorosa, un despido fulminante o un infarto coloquen a estos esclavos modernos al borde del precipicio? Una pasión solo se supera con otra pasión más fuerte. Solo el amor es más poderoso que el éxito. Cuando estos “esclavos con corbata” se sienten amados por lo que son y no por lo que tienen o aparentan, solo entonces se empieza a desvanecer la nube que los envuelve. No sirve de nada lanzar dardos críticos. La esclavitud se supera cuando uno saborea las mieles de la libertad que produce el amor. Eso es precisamente lo que promete Jesús, no unos cuantos miles de euros más en la cuenta corriente.

lunes, 24 de febrero de 2020

Adiós, hermano

El pasado jueves 20 de febrero este Rincón de Gundisalvus cumplió cuatro años. Es todavía un niño, pero ya habla y camina con soltura. Ese mismo día llegó a las 1.310 entradas; o sea, una media de 327 entradas por año. No está mal. Lo más hermoso de esta aventura digital es que, a través de este humilde blog, he tenido la oportunidad de entrar en contacto con personas que buscan, sueñan y se comprometen. Fruto de esos encuentros han sido los tres retiros presenciales que hemos compartido. Pero hoy, con un pie en el avión para regresar a Roma tras algo más de dos semanas en España, quiero evocar lo vivido el pasado sábado por la mañana. 

Después de concluir un encuentro con los responsables de la animación espiritual de los claretianos de Europa en el “Centro Fragua”, participé en el funeral y entierro de un claretiano. Hacía poco que había cumplido 90 años. Era un misionero hermano (no sacerdote) de origen navarro. Toda su vida como religioso se había dedicado a tareas domésticas (sobre todo, sastre y encargado de la lavandería) y litúrgicas (sacristán en varias iglesias y santuarios). Yo lo admiraba mucho por su dignidad, responsabilidad, trabajo incansable, piedad y sentido del humor. Era uno de esos “hermanos” clásicos que ya no se prodigan. Su “cátedra” no estuvo en una universidad, sino en una sacristía y en una lavandería. Durante los ocho años que viví con él fui testigo directo del amor y sabiduría que se pueden transmitir con una plancha o un incensario en la mano. Para ser santos (es decir, testigos del amor de Dios) no es necesario ser brillantes, sino humildes y entregados. Como le gustaba decir a la Madre Teresa de Calcuta, no hemos sido llamados a tener éxito, sino a ser fieles. Creo que Celedonio Gurbindo –que así se llamaba este anciano hermano– lo fue. No porque su vida fuera intachable, sino porque se dejó transformar por Dios. Fue una especie de golondrina (eso significa su nombre en griego) que iba transmitiendo pasión por la vida y fe nazarena (es decir, en la cotidianidad escondida).

Disfruté con la celebración de su funeral, por más que en varias ocasiones se me escaparan algunas lágrimas de emoción, no de dolor. Fue una ceremonia en la que nos dimos cita sus varias familias: la biológica (sus hermanos y sobrinos, a los que adoraba), la carismática (nosotros, los claretianos) y la formada por amigos venidos de diversos lugares (sobre todo, de Madrid y Colmenar Viejo, donde pasó varias décadas como misionero). En una mañana luminosa de primavera adelantada, celebramos la Eucaristía presidida por el cardenal Aquilino Bocos. Al comienzo, después del canto inicial, algunos hermanos colocaron sobre el ataúd varios objetos que resumían la vocación misionera: el evangeliario, las constituciones claretianas y un cuadro del Corazón de María, junto con un hermoso ramo de flores y el cirio pascual, símbolo del Cristo resucitado. Todo fue discurriendo con serenidad y emoción contenida. Se percibía en el ambiente la esperanza alegre que produce la fe en la resurrección. Vivir la muerte como una “pascua” (como un “paso” de esta vida terrena a la vida plena en Dios) es una gracia que llena el alma. En el trayecto de nuestra capilla al cementerio experimenté una alegría que solo Dios puede producir. Nos habíamos reunido para dar el último “adiós” a nuestro hermano en el sentido más literal de la expresión: para entregarlo “a Dios”, su padre y padre de todos.

Cuando comparaba esta hermosa celebración, iluminada por la Palabra de Dios y salpicada de otros elementos (dos hermosos sonetos compuestos por un amigo de la comunidad, cantos tradicionales claretianos, etc.) con algunas ceremonias civiles en las que la muerte es tratada con asepsia clínica, como de puntillas, caía en la cuenta de la riqueza enorme que supone la fe. Es verdad que toda muerte produce de entrada dolor y tristeza, pero enseguida la fe en Jesús nos da una clave para vivirla con esperanza y alegría. Entregar una persona querida a Dios significa que no la retenemos como si fuera una posesión nuestra, sino que estamos convencidos de que no hay nada mejor que le pueda suceder a un ser humano que vivir la plena comunión con Dios. Y, desde ella, la comunión con todos nosotros. Nuestros hermanos difuntos desaparecen físicamente para quedarse con nosotros de una manera nueva, liberadora, profunda. ¡Es el misterio de la “comunión de los santos” (communio sanctorum) que tanto me costaba entender cuando me preparaba para la primera comunión y tenía que recitar el Credo sin atisbar su profundidad! Confieso que la celebración del sábado fue una gracia que me ayuda a vivir la muerte de otra manera. Es verdad que oramos por el perdón de los pecados de nuestro hermano y por su eterno reposo, pero, sobre todo, dimos gracias a Dios por una vida cumplida en años, que fue para muchas personas un signo del amor de Dios entre nosotros.


domingo, 23 de febrero de 2020

Santos, templos, perfectos

Me parece que las tres palabras que figuran en el título de la entrada de hoy (santos, templos, perfectos) pueden resumir el mensaje que nos transmiten las lecturas de este VII Domingo del Tiempo Ordinario. Las tres son hermosas, pero las tres pueden ser malinterpretadas. El libro del Levítico (primera lectura) nos habla de ser santos: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”. Por si entendemos la santidad como una huida de nuestro compromiso con las personas que nos rodean, inmediatamente aclara: “No odiarás de corazón a tu hermano, pero reprenderás a tu prójimo, para que no cargues tú con su pecado. No te vengarás de los hijos de tu pueblo ni les guardarás rencor, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo”. La santidad de Dios es su amor. En el salmo responsorial de hoy (salmo 102) cantamos: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”. Uno de los rasgos más hermosos de la santidad, que refleja cómo es Dios, es la capacidad de no guardar memoria del mal que nos han hecho. El perdón es el nombre cristiano de la santidad. Leo que el adolescente italiano Carlo Acutis será beatificado próximamente, una vez que el papa Francisco ha aprobado el milagro requerido. Me alegro muchísimo. Es un santo de nuestros días. Murió con 15 años en 2006. Puede ser un excelente modelo para muchos jóvenes que buscan una referencia. Él era apasionado de la informática, pero mucho más de la Eucaristía. Él sí entendió la santidad como un ejercicio de amor y de perdón.

En la primera carta de san Pablo a los Corintios (segunda lectura), el apóstol nos formula una pregunta que nos obliga a caer en la cuenta de nuestra dignidad: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros”. Ser templo de Dios significa que en la fragilidad de nuestra condición humana albergamos la huella de la presencia divina. Es bueno y necesario tener algunos espacios materiales en los que reunirnos como comunidad cristiana para orar, alabar a Dios y celebrar los sacramentos, pero el gran templo somos cada uno de nosotros. Ni el templo de Afrodita ni el de Poseidón, famosos en la variopinta Corinto del siglo I, se pueden comparar con el templo que es cada cristiano. Cuando caemos en la cuenta de que Dios puede manifestarse a otros a través de nuestro cuerpo mortal, de nuestra persona, nos estremecemos. Si Dios ha querido habitar en nosotros, la santidad se traduce en un enorme respeto al templo que somos cada uno y al templo que son los demás. Los seres humanos no somos objetos manipulables o vendibles, sino lugares del encuentro con Dios. Como decía el filósofo francés Lévinas: “La dimensión du divin s’ouvre à partir du visage humain” (La dimensión de lo divino se abre desde el rostro humano).

El evangelio de hoy es de los que nos dejan sin palabras. Yendo mucho más allá de lo que la ley o las tradiciones judías mandaban, Jesús nos regala algunas pautas de vida: “No hagáis frente al que os agravia… amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen”. Todo su mensaje se resume en la sentencia final: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Por si corremos el riesgo de entender la “perfección” como mero cumplimento escrupuloso de la ley, el texto paralelo de Lucas lo aclara así: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). La “perfección” a la que somos llamados consiste en poder vencer el mal a fuerza de bien; en derrotar el odio con el amor, la venganza con el perdón; la indiferencia con la oración por quienes nos afretan y persiguen. Gandhi pensaba que esta es la cumbre ética a la que puede aspirar un ser humano. Tanta “perfección” (es decir, tanto amor) solo es posible unidos a Dios. Santos, templos y perfectos son, en definitiva, tres modos de expresar nuestra vocación de signos del amor de Dios en nuestro mundo. Donde hay un cristiano, hay siempre un reflejo de la misericordia divina. ¿No es esta la más hermosa vocación que uno puede imaginar? Me parece que este domingo es un día especial para dar gracias a Dios porque “Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1,4).



jueves, 20 de febrero de 2020

La brecha de la desigualdad

Hoy es el Día Mundial de la Justicia Social. El lema de este año es “Cerrar la brecha de las desigualdades para lograr la justicia social”. No es lo mismo acercarse a esta cuestión con un trabajo fijo y bien remunerado que viviendo el desempleo o un trabajo precario. Cada uno vemos la vida desde el observatorio de las experiencias vividas. Sin trabajo, una persona se siente excluida del circuito social. Las consecuencias económicas y psicológicas suelen ser terribles, sobre todo si se tienen responsabilidades familiares. Lo he podido comprobar de cerca cuando me ha tocado hablar con algunas personas que llevan en paro mucho tiempo y están al borde de la desesperación. Es verdad que quien quiere trabajar siempre encuentra algo, pero a veces las condiciones son tan precarias y el sueldo tan miserable que muchos estiran hasta donde es posible el seguro de desempleo. Dejan para los inmigrantes aquellos trabajos (recogida de fruta, cuidado de ancianos, asistencia domiciliaria, etc.) que ellos no están dispuestos a hacer y que, sin embargo, son necesarios. No es fácil pasar de una situación de bienestar a otra de precariedad y exclusión. 

¿Cómo están las cosas en el mundo? Transcribo algunos datos proporcionados por la Organización Internacional del Trabajo (OIT):
  • El crecimiento del empleo desde 2008 ha registrado un promedio de 0,1 por ciento anual, frente a 0,9 por ciento entre 2000 y 2007.
  • Más del 60 por ciento de todos los trabajadores carecen de cualquier tipo de contrato de trabajo.
  • Menos del 45 por ciento de los trabajadores asalariados tienen un empleo a tiempo completo y permanente, y la tendencia parece ser hacia la baja.
  • En 2019, más de 212 millones de personas estaban desempleadas, frente a los 201 millones en años anteriores.
  • Es necesario crear 600 millones de nuevos empleos de aquí a 2030, solo para mantener el ritmo de crecimiento de la población en edad de trabajar.
Parece que la crisis mundial de 2008 ha ahondado la brecha entre ricos y pobres. Los ricos cada vez lo son más y los pobres tienen mayores dificultades para salir de la pobreza y engrosar esa franja elástica que llamamos clase media. En este contexto, cada vez valoro más a los empresarios que se arriesgan a invertir y que crean puestos de trabajo. No todos responden a la caricatura del personaje explotador que tanto se difunde en las proclamas de algunos movimientos sociales y partidos políticos. Muchos de ellos son personas que se han forjado a sí mismas a base de trabajo, organización y riesgo. Están animados por un fuerte compromiso social. Saben que la mejor forma de contribuir a superar la brecha de la desigualdad es crear empleos dignos que permitan a las personas ganarse el pan con su trabajo para no tener que depender de subvenciones. A pesar de su dedicación, tienen que sufrir a menudo las críticas de quienes identifican la figura del empresario con la del explotador. A algunos gobiernos les parece mejor freírlos a impuestos que crear las condiciones legales y estructurales que permitan la proliferación de emprendedores y, por lo tanto, la creación de nuevos empleos.

El Evangelio es una fuente de inspiración para luchar contra las desigualdades y la exclusión. Si algo hizo Jesús fue acercarse a quienes estaban al margen del sistema social de su época (leprosos, publicanos, prostitutas, endemoniados, etc.) para sanarlos, devolverles la dignidad y reintegrarlos a la sociedad. La comunidad de Jesús siempre ha luchado por un mundo más justo e igualitario, por más que a veces haya sido acusada de favorecer a los ricos y de justificar un sistema estructuralmente injusto. Es verdad que hay cristianos con una tendencia más mística (contemplativa) y otros con una tendencia más profética (social). Esto se ve en cualquier comunidad, parroquia, familia, etc. Pero si algo podemos aprender de Jesús es que ambas dimensiones son inseparables. Cuanto más profundizamos en la experiencia de un Padre que nos ama, más deberíamos comprometernos por vivir la fraternidad que se deriva. Y cuanto más trabajamos por la igualdad y la justicia, más deberíamos nutrirnos con la experiencia de un Padre que hace salir el sol sobre justos y pecadores y que quiere que todos sus hijos e hijas tengan vida en abundancia. No es fácil encontrar a personas que hayan integrado bien ambas dimensiones.


miércoles, 19 de febrero de 2020

La gente camina

Me he encontrado entre las participantes en el curso que estoy dando en Madrid a una alumna que tuve hace años. No sé si ella recordaba algo de los contenidos de la asignatura que entonces impartía yo en el Instituto de Vida Religiosa de Madrid. Lo que sí recordaba es que un día les había enseñado una canción del cantautor Luis Alfredo Díaz con quien yo colaboraba en aquellos años en el Multifestival David, un encuentro de artistas y pensadores cristianos que queríamos evangelizar a través del arte y de la música. Entre las muchas canciones compuestas por Luis Alfredo, la que mi alumna recordaba era una titulada “La gente camina”. Merece la pena evocar su letra porque describe un itinerario de encuentro con Jesús, una especie de camino de Emaús moderno en el que Jesús se hace el encontradizo con la gente que camina por la calle de una gran ciudad. La primera estrofa dice así:

La gente camina cabizbaja y triste,
los ojos perdidos en la inmensidad.
Y entre tanta gente, y entre tantas voces,
y entre tantas luces no le han visto a Él.

Me imagino el río de gente que desciende por la Gran Vía hasta la Plaza de España en Madrid, o por otras grandes avenidas en muchas ciudades del mundo. Todos van aprisa, reclamados por las luces de neón de los teatros y grandes tiendas. No es fácil ver sonreír a la gente en el tráfago de la ciudad. Es más fácil ver cómo consultan su teléfono móvil cada dos por tres. También Jesús se pone a caminar en medio de esa gente variopinta, pero nadie lo reconoce. Cada uno va a lo suyo. Hay demasiada gente, demasiadas voces, demasiadas luces. Una calle de una gran ciudad es un símbolo de este mundo acelerado y ruidoso en el que vivimos. No es que Jesús no esté ahí, pero se hace difícil encontrarlo. Nadie lo ve porque nuestra cabeza y nuestro corazón están volcados en nuestros intereses y preocupaciones. No hay espacio para fijarse en el otro.

La segunda estrofa supone un avance. Presenta a Jesús como el viandante misterioso que se mezcla con la gente y que viste como todos. Lo único que lo diferencia es la luminosidad de su rostro porque es un reflejo de la luz de Dios. Algunos se dan cuenta de que, siendo uno de tantos, es diferente. Entonces, detienen el paso y se ponen a caminar junto a él. También en esta cultura nuestra, ruidosa y anónima, hay algunos que se sienten seducidos por su rostro, que lo reconocen, que creen en él, que lo siguen. No es imposible si uno abre bien los ojos y se deja cautivar por su “rostro radiante en la multitud”.

Y Él también camina como todos ellos,
un rostro radiante en la multitud.
Y pocos le notan, mas cuando le notan
detienen su marcha y siguen tras Él.

El número de seguidores va aumentando poco a poco, como afluentes de un río que crece imparable. La Iglesia es un fenómeno siempre en estado naciente. Cada vez que alguien cree en Jesús, nace de nuevo, se produce el milagro de la comunión. La Iglesia no es un gueto o una secta, sino un pueblo en marcha, “que vive en el mundo, pero no es de él”. Para expresar este paradoja, quizá no hay texto más hermoso que el de la Carta a Diogneto, un escrito apologético del siglo II. En él leemos: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad”.

Y así poco a poco un pueblo se forma,
que vive en el mundo pero no es de Él.
Que tiene problemas como todos ellos,
pero no parecen padecer por ellos.

La novedad cristiana consiste en ser luz en medio de las sombras. Jesús lo dijo con claridad: “Vosotros sois la luz del mundo”. La razón no es que los cristianos sean mejores que los demás. Lo que los convierte en luminosos es que “todos ellos claramente han visto la luz que manaba del rostro de Cristo”. Un rostro iluminado es el mejor modo de contagiar la alegría del Evangelio. No es necesario multiplicar las palabras o los gestos. Basta vivir con sentido, sencillez y alegría. La vida auténtica es siempre contagiosa. Seguimos a un Resucitado, a alguien que ha pasado por la prueba del dolor y de la muerte y la ha traspasado. Él conoce el sufrimiento humano. Se hace cargo del peso de la vida. Pero ha ido más allá. Nos ha mostrado que la última palabra no es la muerte, sino la comunión plena con Dios. Por eso, podemos afrontar la existencia con esperanza y alegría.

Este pueblo canta cuando el mundo llora,
y cuando está en sombra este pueblo es luz.
Porque todos ellos claramente han visto
la luz que manaba del rostro de Cristo.