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martes, 25 de febrero de 2020

Esclavos con corbata

Con frecuencia me encuentro en los aeropuertos de algunas ciudades de Europa a jóvenes de entre 25 y 40 años bien vestidos, con una maleta de mano, una pequeña mochila (ya apenas se usa el tradicional maletín de ejecutivo) y el omnipresente teléfono móvil pegado a la oreja. Suelen ser ingenieros, analistas, informáticos, economistas, etc. que trabajan para compañías multinacionales. Pueden estar en Madrid, Londres, París, Bruselas, Múnich… o Shanghái. Quien los ve a una cierta distancia se da cuenta de que parecen todos cortados por el mismo patrón. A veces, cuando van en grupo, les oigo algunas conversaciones en el avión. Parecen personas competentes, dinámicas y admiradas. Suelen tener un buen sueldo, por encima de los cuatro o cinco mil euros mensuales. Muchos estudiantes universitarios los envidian. Quienes, después de haber hecho una carrera, no encuentran un trabajo a la altura de su preparación, quisieran ser como ellos. Parecen el paradigma del éxito. Lo que muchos no saben es que sus compañías los explotan. Tras un traje de corte italiano y una corbata de diseño, puede ocultarse un verdadero esclavo. A veces, les hacen trabajar doce horas diarias de lunes a viernes. Se ven obligados a viajar continuamente, lo que dificulta tener una relación estable o crear una familia. Se permiten algunos lujos como comprarse un coche caro, comer en restaurantes con estrellas Michelín o presumir de vacaciones en algún lugar exótico. Es lo que todo el mundo ve. Pero el brillo exterior no siempre coincide con lo que sucede por dentro.

A primera vista, parecen privilegiados. En realidad, su relativo éxito profesional lo pagan a un altísimo precio. Ganan dinero, pero pierden vida. Sus conversaciones son siempre apresuradas… porque no tienen tiempo. Apenas ven a los familiares y amigos… porque no tienen tiempo. Si son creyentes, no pueden participar en actividades de su comunidad cristiana… porque no tienen tiempo. Las empresas los exprimen al máximo y prescinden de ellos cuando encuentran a otros a los que seguir exprimiendo. Pueden ser muy resolutivos en el campo profesional y, al mismo tiempo, muy inmaduros en el personal. No se comprometen a largo plazo con nada porque viven al día. Cuando rondan los 30 años el trabajo actúa como euforizante. Lo necesitan para sentirse alguien. Cuando se aproximan a los 40 empiezan a preguntarse si ha merecido la pena haber quemado diez o quince años de su vida. Priorizan tanto las cuestiones laborales que no tienen ni tiempo ni ganas para afrontar otras dimensiones esenciales de la vida. Coleccionan relaciones de corta duración, las únicas que pueden y saben gestionar. Los más ansiosos no le hacen ascos a las drogas. La competitividad se convierte en la máxima virtud. La palabra éxito es la más usada de su particular diccionario.

Tengo algunos amigos que pertenecen a esta clase de jóvenes profesionales, aunque no creo que lleguen al extremo. Los aprecio mucho, pero los veo desfondados, en una continua huida hacia adelante. Muchos de sus valores permanecen en sordina, como si tuvieran la secreta convicción de que, tras un par de décadas de explotación y ganancias abultadas, pudieran retomarlos después con serenidad. No caen en la cuenta de que los valores no son de usar y tirar. O se viven o no se viven. Siempre que los veo o hablo con algunos de ellos no puedo evitar acordarme de las palabras de Jesús: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?”. Sé que para ellos significan poco. La fiebre del éxito los devora. No son muy conscientes de lo esclavos que son, aunque tienen momentos de lucidez porque son inteligentes. A veces quisieran cambiar de rumbo, sienten nostalgia de otro tipo de vida, pero se sienten demasiado atrapados. No todos los ejecutivos tienen el coraje de convertirse en “el monje que vendió su Ferrari”. Ser “esclavo con corbata” tiene sus compensaciones a corto y medio plazo, aunque sea hipotecando la propia vida. Por eso siguen.

¿Cómo caer en la cuenta del engaño antes de que una ruptura amorosa, un despido fulminante o un infarto coloquen a estos esclavos modernos al borde del precipicio? Una pasión solo se supera con otra pasión más fuerte. Solo el amor es más poderoso que el éxito. Cuando estos “esclavos con corbata” se sienten amados por lo que son y no por lo que tienen o aparentan, solo entonces se empieza a desvanecer la nube que los envuelve. No sirve de nada lanzar dardos críticos. La esclavitud se supera cuando uno saborea las mieles de la libertad que produce el amor. Eso es precisamente lo que promete Jesús, no unos cuantos miles de euros más en la cuenta corriente.

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