Con frecuencia me encuentro en los aeropuertos de algunas ciudades de Europa a jóvenes de entre 25 y 40 años bien vestidos, con una maleta de mano, una pequeña mochila (ya apenas se usa el tradicional maletín de ejecutivo) y el omnipresente teléfono móvil pegado a la oreja. Suelen ser ingenieros, analistas, informáticos, economistas, etc. que trabajan para compañías
multinacionales. Pueden estar en Madrid, Londres, París, Bruselas, Múnich… o Shanghái.
Quien los ve a una cierta distancia se da cuenta de que parecen todos cortados
por el mismo patrón. A veces, cuando van en grupo, les oigo algunas
conversaciones en el avión. Parecen personas competentes, dinámicas y
admiradas. Suelen tener un buen sueldo, por encima de los cuatro o cinco mil euros mensuales. Muchos estudiantes universitarios los
envidian. Quienes, después de haber hecho una carrera, no encuentran un trabajo
a la altura de su preparación, quisieran ser como ellos. Parecen el paradigma del éxito. Lo que muchos no saben
es que sus compañías los explotan. Tras un traje de corte italiano y una corbata de diseño, puede ocultarse un verdadero esclavo. A veces, les hacen trabajar doce horas
diarias de lunes a viernes. Se ven obligados a viajar continuamente, lo que dificulta
tener una relación estable o crear una familia. Se permiten algunos
lujos como comprarse un coche caro, comer en restaurantes con estrellas Michelín o presumir de
vacaciones en algún lugar exótico. Es lo que todo el mundo ve. Pero el brillo exterior no siempre coincide con lo que sucede por dentro.
A primera vista, parecen privilegiados. En realidad, su relativo éxito profesional lo pagan a un altísimo precio.
Ganan dinero, pero pierden vida. Sus conversaciones son siempre apresuradas…
porque no tienen tiempo. Apenas ven a los familiares y amigos… porque no tienen
tiempo. Si son creyentes, no pueden participar en actividades de su comunidad cristiana…
porque no tienen tiempo. Las empresas los exprimen al máximo y prescinden de
ellos cuando encuentran a otros a los que seguir exprimiendo. Pueden ser muy
resolutivos en el campo profesional y, al mismo tiempo, muy inmaduros en el
personal. No se comprometen a largo plazo con nada porque viven al día. Cuando
rondan los 30 años el trabajo actúa como euforizante. Lo necesitan para
sentirse alguien. Cuando se aproximan a los 40 empiezan a preguntarse si ha
merecido la pena haber quemado diez o quince años de su vida. Priorizan tanto
las cuestiones laborales que no tienen ni tiempo ni ganas para afrontar otras
dimensiones esenciales de la vida. Coleccionan relaciones de corta duración, las únicas que pueden y saben gestionar. Los
más ansiosos no le hacen ascos a las drogas. La competitividad se convierte en
la máxima virtud. La palabra éxito es la más usada de su particular diccionario.
Tengo algunos amigos que pertenecen a esta clase de jóvenes profesionales, aunque no creo que lleguen al extremo. Los aprecio mucho, pero los veo
desfondados, en una continua huida hacia adelante. Muchos de sus valores
permanecen en sordina, como si tuvieran la secreta convicción de que, tras un
par de décadas de explotación y ganancias abultadas, pudieran retomarlos después con serenidad. No caen en la cuenta de que los valores no son de usar y tirar. O se viven o no se viven. Siempre que los veo o hablo con algunos de ellos no puedo evitar acordarme de
las palabras de Jesús: “¿De qué le aprovecha
al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?”. Sé que para ellos significan
poco. La fiebre del éxito los devora. No son muy conscientes de lo esclavos que
son, aunque tienen momentos de lucidez porque son inteligentes. A veces quisieran cambiar de rumbo, sienten nostalgia de otro tipo de vida, pero se sienten demasiado atrapados. No todos los ejecutivos tienen el coraje de convertirse en “el monje que vendió su
Ferrari”. Ser “esclavo con corbata” tiene sus compensaciones a corto y
medio plazo, aunque sea hipotecando la propia vida. Por eso siguen.
¿Cómo caer en la cuenta del
engaño antes de que una ruptura amorosa, un despido fulminante o un infarto coloquen
a estos esclavos modernos al borde del precipicio? Una pasión solo se supera
con otra pasión más fuerte. Solo el amor es más poderoso que el éxito. Cuando
estos “esclavos con corbata” se sienten amados por lo que son y no por lo que
tienen o aparentan, solo entonces se empieza a desvanecer la nube que los
envuelve. No sirve de nada lanzar dardos críticos. La esclavitud se supera
cuando uno saborea las mieles de la libertad que produce el amor. Eso es precisamente lo que
promete Jesús, no unos cuantos miles de euros más en la cuenta corriente.
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