Hoy se me amontonan los sentimientos y alguna que otra idea. Escribo casi con un pie en
el avión que me trasladará de nuevo a Roma tras dos semanas en Chile. Lo vivido
ayer en la basílica del Corazón de María de Santiago me conmovió. Hacía tiempo que no participaba en una Eucaristía con
tanta belleza y emoción. Duró algo más de dos horas. Todo comenzó con una sencilla
procesión desde el lugar donde estaba la pequeña capilla en la que se asentaron
los primeros claretianos hace 150 años hacia la contigua basílica del Corazón
de María. Después se fueron sucediendo los ritos, las palabras, los símbolos y
los cantos. Todo tenía un sabor de familia y de fiesta. Varios me confesaron al
final que hacía tiempo que no celebraban una Eucaristía de este modo. A algunos
se les escaparon las lágrimas. Cada vez me convenzo más de que una liturgia
celebrada con verdad, convicción y belleza es una de las vías mejores para la
evangelización en nuestras sociedades secularizadas. Por eso, me rebelo contra
las prisas, la banalidad o la pompa hueca. Tras la celebración, nos dimos cita
en el jardín de la comunidad todos los que habíamos participado en la misa. No
sé cuántos éramos, pero calculo que unas 300 o 400 personas. Todos compartimos
un ágape de pie, mientras conversábamos animadamente. Confieso que alguna de
estas conversaciones me llegó al alma.
No tendría que
haberme extendido mucho sobre la celebración de ayer porque, en realidad, hoy
estamos ya en el III
domingo del Tiempo Ordinario, pero era obligado. No todos los días se producen acontecimientos de relieve. Este año, por
vez primera, celebramos en este tercer domingo del Tiempo Ordinario, el
Domingo
de la Palabra, instituido por el papa Francisco con la Carta Apostólica
Aperuit illis, publicada el pasado 30
de septiembre pasado, con motivo del 1600 aniversario de la muerte de San
Jerónimo, gran estudioso de la Sagrada Escritura y traductor de los textos
originales al latín. Necesitamos desempolvar la Biblia e iluminar desde ella lo
que estamos viviendo. Los católicos hemos avanzado en los últimos
50 años, pero hay mucho camino que recorrer. Me parece que las iglesias latinoamericanas
han dado pasos más audaces que las europeas. Personas de escasa instrucción son
capaces de manejar la Biblia con soltura. Se han multiplicado los centros bíblicos
populares, la lectura orante de la Palabra, el uso del Diario Bíblico y otras muchas
iniciativas. Espero que este Domingo de la Palabra sirva para animarnos a
mejorar nuestra formación bíblica y, sobre todo, a caer en la cuenta de que no
hay verdadera fe si no se nutre de la Palabra de Dios. Creo que en este campo
los claretianos estamos haciendo un gran esfuerzo de profundización y difusión.
Casi no me queda
ya espacio para decir algo sobre la Palabra que la liturgia nos propone este
domingo. Veo a Jesús como el enviado de Dios que ha venido a iluminar nuestras
oscuridades. Para explicar el comienzo de su actividad pública en Cafarnaúm,
junto al lago de Galilea, Mateo cita un pasaje del profeta Isaías que leemos parcialmente
en la primera lectura: “El pueblo que
caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una
luz les brilló” (Is 9,1). Es útil conocer el contexto histórico para
comprender el alcance de estas palabras, pero lo importante es aplicarlas a
nuestra situación. También hoy tenemos a menudo la sensación de caminar a
oscuras, sin ver con claridad el horizonte. Jesús, con su triple acción de enseñar, predicar y curar,
viene a iluminarnos. No solo eso. Sigue llamando a algunos para que sean “pescadores
de hombres”; es decir, personas expertas en sacar a otros del mar de la oscuridad
y la confusión mediante la red de la Palabra.
Jesús no se resigna a que vivamos
como si la noche fuera más fuerte que el día. No nos quiere sonámbulos, sino
caminantes siempre dispuestos a ponernos en marcha, a cambiar de mentalidad
(eso es lo que significa la invitación a “convertirnos”) y abrirnos al reino de
Dios que llega. Este anuncio de esperanza Jesús no lo dirige en primer lugar a
los ortodoxos y puros de Jerusalén, sino a la gente de Galilea, famosa por
vivir en una periferia en la que muchos no sabían bien si eran judíos o
gentiles. ¿No supone esta actitud de Jesús una invitación a dirigirnos también
a quienes hoy se debaten entre la fe y la increencia, entre su pertenencia a la
Iglesia y su alejamiento de ella? La Galilea de hoy es una tierra indeterminada
en la que viven los que una vez creyeron y ya no creen, los que se preguntan si de
verdad creen o no, los que buscan algo nuevo en sus vidas o los que simplemente han tirado
ya la toalla. Para todos Jesús viene a traer luz y horizonte. Es preciso que
alguien haga de testigo.
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