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lunes, 27 de enero de 2020

Las "casualidades" de Dios

Tras 14 horas de vuelo desde Santiago de Chile, estoy de nuevo en Roma. Paso del verano austral al invierno del hemisferio norte. O, lo que es lo mismo, de los 32 grados de Santiago a los 4 de la Ciudad Eterna. La vida sigue su curso, pero ya no será igual que antes. Cada experiencia vivida ensancha un poco nuestra manera de vernos y de ver el mundo. Si hay algo atractivo de la vida misionera es la posibilidad de entrar en contacto con cientos, miles de personas. En cada una hay un destello de Dios. Cuando decimos que “no vemos” a Dios en esta sociedad contemporánea, quizás estamos levantando acta –aunque no seamos conscientes de ello– de nuestra incapacidad para percibir el reflejo de Dios en el rostro de los seres humanos. 

Es verdad que la naturaleza es el primer libro a través de cual nos habla Dios. Por eso, me parece que el ecologismo puede ser una nueva vía de encuentro con él. Pero hay un segundo libro más explícito: el libro de la humanidad. Al fin y al cabo –como se nos recuerda en el Génesis– los seres humanos hemos sido hechos a “imagen y semejanza” de Dios. Por más que la ciencia contemporánea quiera reducirnos a primates evolucionados, no somos un elemento más de esta compleja creación. Dios mismo ha querido hacerse uno de nosotros. Encontrarse con un ser humano es como entrar en un santuario en el que, de una manera u otra, se percibe el misterio de Dios. No sé qué tipo de proceso estamos viviendo hoy. Algunos dicen que a medida que hemos ido perdiendo la fe en Dios nos hemos ido deshumanizando. Puede ser. Yo me inclino a pensar que el proceso ha sido más bien el contrario. A medida que nos hemos ido deshumanizando se nos ha hecho muy difícil –casi imposible– reconocer la presencia de Dios porque, al fin y al cabo, el ser humano es su signo más visible.

Tenemos que dedicar mucho más tiempo a las relaciones humanas, a las conversaciones tranquilas, al encuentro interpersonal. No es suficiente contentarse con multiplicar escuetos mensajes de WhatsApp. No basta con tener la sensación de que estamos conectados con muchos a través del mundo por el simple hecho de que forman parte de la lista de nuestros amigos en Facebook o de nuestros seguidores en Twitter o Instagram. Estas redes abren puertas que de otra manera quizás nunca se hubieran abierto, pero el encuentro interpersonal es algo más profundo. No se puede despachar con un simple Me gusta. Confundir la conectividad con el encuentro es la antesala de la frustración No es extraño que algunos influencers se hayan suicidado al comprobar que su fama digital coincidía casi exactamente con la medida de su soledad personal. Ese abismo acentúa la sensación de que estamos solos en el mundo y de que, en el fondo, la vida no merece la pena. 5.000 amigos en Facebook (el máximo permitido por esta red social) pueden equivaler a cero amigos en la vida desconectada. Hay personas que se mueven en la red como pez en el agua, pero no tienen a nadie con quien dar una vuelta, tomar un café o charlar tranquilamente durante un par de horas sobre algo más que el tipo de música que les gusta o las posibilidades de algunas aplicaciones nuevas.

En Chile he tenido la oportunidad de mantener algunas conversaciones que nunca hubiera imaginado. Han sido totalmente casuales, aunque bien podría calificarlas de “providenciales”. Una de ellas –la más significativa, con diferencia– surgió a raíz de la ponencia que presenté el martes. Uno de los participantes se acercó a ella con la idea de dormirse, como suele suceder en muchos casos, o de reemplazarla por un paseo urbano. Pero algo sucedió que cambió su actitud. Me confesó que desde el primer momento se sintió atrapado y que esa experiencia le ayudó a mantenerse alerta durante todo el Congreso de Espiritualidad. Cuando yo repaso el texto que pronuncié, no encuentro nada particularmente chocante. A diferencia de lo que suelo hacer en otros foros, no acompañé mi conferencia con una presentación audiovisual, sino que me limité a leer despacio el texto que había preparado. También esto es una novedad porque casi siempre hablo sin leer. Esta vez lo hice para facilitar la labor de los traductores al inglés. 

A pesar de todos estos inconvenientes, que parecen avalar la tesis de que los misioneros no sabemos comunicar con los códigos de hoy, hubo alguien que, desde el primer momento, sintonizó con lo que yo estaba diciendo, lo entendió casi como un mensaje dirigido a él. Al acabar, se acercó a mí para darme las gracias. A partir de ese momento se abrió entre nosotros una vía comunicativa que se adentró en niveles que van más mucho allá de un intercambio cortés y que tocaron las fibras de nuestra humanidad y nuestra fe. Dios tiene sus modos de hacer las cosas. Jamás hubiera imaginado que el fruto de una ponencia pudiera ser una nueva amistad. Este solo hecho justifica un viaje de 12.000 kilómetros y, sobre todo, un canto de acción de gracias a Dios por sus “casualidades”.

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