Cuenta la leyenda –más que la historia– que allá por 1401, cuando se decidió construir la nueva catedral de Sevilla, los canónigos dijeron: “Hagamos una iglesia tan grande que los que la vieren labrada nos tomen por locos”. A fe que
lo lograron con la construcción de la imponente Magna Hispalensis. Viene esta anécdota a cuento porque ayer por la
tarde tuve la suerte de asistir a la presentación de un cortometraje sobre otro templo
imponente (la Sagrada Familia de Barcelona) en la Filmoteca Vaticana. Un poco
antes de las cuatro de la tarde me acerqué a la entrada del Santo Oficio, uno
de los accesos a la Ciudad del Vaticano. El oficial de la Guardia Suiza me
preguntó mi nombre para ver si estaba en la lista de invitados. Efectivamente
estaba, pero había olvidado en casa mi carné de identidad, así que tuve que
convencerlo de que yo era la persona que figuraba en la lista, a pesar de no
exhibir ninguna prueba documental.
Atravesé dos arcos, pasé por delante de la Casa Santa Marta (la residencia del
Papa) y me dirigí al edifico donde está el pequeño salón de actos de la Filmoteca
Vaticana, fundada por san Juan XXIII hace más de 60 años. Allí se
presentaba el cortometraje de mi amigo Jordi Roigé, director de Animaset,
sobre “La
Sagrada Familia. La Biblia en Pedra”, una producción de poco más de
diez minutos, pero de una belleza cautivadora. Además de la directora de la
Filmoteca Vaticana (la Dra. Claudia di Giovanni), intervino el cardenal
Lluís Martínez Sistach, arzobispo emérito de Barcelona. Fibnalmente, hubo una interesante conversación entre Josep M. Turull,
rector de la basílica de la Sagrada Familia, y Miriam Díaz, vicepresidente de la Fundación Catalunya Religiò. Ambos se expresaron en un italiano más
que correcto.
Todos
coincidieron en alabar el genio de Antoni Gaudí, un
arquitecto innovador que llevó el gótico a un grado extraordinario de
originalidad. Tanto Sistach como Turull insistieron mucho en que la grandeza de
Gaudí no reside solo en su atrevimiento arquitectónico y en su estética rompedora
sino, sobre todo, en su profunda vida de fe. Murió atropellado por un tranvía cuando se dirigía a orar a la iglesia de san Felipe Neri. Quienes lo socorrieron no sabían quién era. Por su pobre indumentaria, más parecía un indigente que el arquitecto más famoso de la época. La Sagrada Familia –como reza el
título del cortometraje– es una Biblia en piedra, una catequesis visual que
saca los retablos (del nacimiento, la pasión y la gloria) a la calle y mete
dentro de las naves la naturaleza a base de columnas que más parecen árboles vivos
que estructuras de piedra.
Gaudí supo descifrar los signos de Dios en tres grandes
libros que nos hablan de Él: la naturaleza, la Biblia y la liturgia. La
combinación de los tres produce un sorprendente efecto de claridad realzado por
los juegos de luces que van coloreando todo el monumento con matices diversos según
las horas del día. Se habló de historias de conversiones (comenzando por la del
escultor japonés Etsuro Sotoo), de que
la basílica es con mucho el monumento más visitado de Cataluña y de España (más
de cuatro millones de personas cada año), del 2026 como posible fecha para
finalizar los trabajos, del proceso de beatificación de Gaudí (pendiente de un milagro),
del patronazgo de san José, de los problemas para construir la plaza delante de
la fachada de la Gloria, de los defensores y opositores del proyecto, de las
misas internacionales que se celebran cada domingo, de las celebraciones
extraordinarias (como la beatificación
de 109 mártires claretianos en octubre de 2017)…
Lo que más me
atrajo fue, sin duda, el hecho de presentar la basílica de la Sagrada Familia
como un lugar en el que la belleza se convierte en pregunta por Dios o en
confesión y alabanza de su gloria. Es, por una parte, un fascinante “atrio de
los gentiles” en el que turistas y visitantes se sienten como empujados a ir
más allá de sí mismos, a entrar en una dimensión que no es perceptible en la
vida cotidiana. La luz polícroma de la basílica es una invitación a formularse
una pregunta: “¿Dónde vives?”. En el silencio de las encrespadas naves, se intuye
una respuesta: “Venid y veréis”. No hay evangelización más profunda y
transformadora que aquella que nos ayuda a hacernos preguntas y nos coloca ante
las posibles respuestas.
En la Sagrada Familia hay lugar para todos: para el
escéptico y para el creyente, para quien busca y para quien cree tener ya una
respuesta, para el católico y el perteneciente a otra religión, para
el científico y para el artista, para los ancianos y para los jóvenes y niños…
La belleza –como el amor– es un lenguaje universal que traspasa credos, etnias,
edades y culturas. Desde 1882 hasta 2026 habrán pasado 144 años, pero –como decía
el mismo Gaudí respondiendo a quienes le preguntaban cuándo se terminaría su
obra– “mi
cliente (o mi amo) no tiene prisa”. Cuando
salí de la Filmoteca Vaticana era ya de noche. Atravesé deprisa la plaza de San
Pedro, eché un vistazo fugaz al árbol de Navidad y al belén junto al obelisco
y salí corriendo para no perder el autobús 982. Mereció la pena el viaje para
diez minutos de excelsa belleza. ¡Moltes graciès, Jordi!
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