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viernes, 10 de enero de 2020

Creer es perseverar

He conocido a personas que se han entusiasmado con Jesús de Nazaret. Su mensaje les parecía fresco, directo, humano. Sentían que sus palabras iban directas al corazón. Sin embargo, al cabo de un tiempo, se han cansado de él como se cansan los niños de los juguetes que reciben en Navidad, o los adolescentes de sus románticos amores de verano. Estamos tan acostumbrados al sistema de “usar y tirar”, que, sin darnos cuenta, aplicamos este hábito a todo cuanto hacemos y vivimos, incluyendo las relaciones personales e incluso la fe. Necesitamos continuamente estímulos nuevos que nos hagan sentirnos vivos. En cuanto advertimos los primeros síntomas de rutina o de cansancio, buscamos una nueva experiencia que nos excite. Es como si estuviéramos continuamente recomenzando porque, cada vez que llega la etapa de las dificultades, en vez de aceptarlas y superarlas, damos media vuelta y enfilamos un camino nuevo. Me parece que esto es evidente en el campo de las relaciones interpersonales. Un buen porcentaje de los matrimonios jóvenes naufraga a los pocos años de convivencia porque a uno o a ambos cónyuges se les hace cuesta arriba afrontar las pruebas de la vida en común. Creen que la solución consiste en separarse y empezar una nueva relación, olvidando que, tras un tiempo inicial de pasión, se volverá repetir muy probablemente el mismo ciclo de rutina y cansancio. El desafío consiste en tener la valentía de afrontar las pruebas con realismo, diálogo y esperanza, no en huir por el atajo de una nueva experiencia romántica.

En los itinerarios de fe sucede algo parecido. Cuando se disipa el entusiasmo inicial, muchos tiran la toalla. Se les hace cuesta arriba pertenecer a una comunidad –la Iglesia– que tiene arrugas y arrastra inercias seculares.  La oración enfila la senda de la rutina. Todo suena a hueco y repetido. La misa ya no es un lugar de encuentro con Jesús y la comunidad, sino un rito cada vez más insignificante. La vida moral se relaja. Al fin y al cabo, uno acaba mimetizándose con el ambiente en el que vive. Cuesta mantener ciertos valores cuando la mayoría camina en otra dirección. ¿Cuántos jóvenes, por ejemplo, pueden ser fieles a sus compromisos bautismales si ven que sus amigos tienen otras referencias en la vida? ¿Qué trabajador o directivo de una empresa puede seguir siendo competente y honrado si observa que muchos de sus compañeros solo buscan su interés y aprovechan cualquier oportunidad para engañar y lucrarse? En el terreno de la política puede resultar incluso más difícil porque uno está sometido a la llamada “disciplina de partido”, que a menudo choca con las propias convicciones cristianas. En todos estos casos, la tentación es siempre la de tirar la toalla. Está bien creer cuando todo resulta fácil, cuando la fe se percibe como una fuente de sentido y armonía personal, pero cuando se hace cuesta arriba, cuando aparecen las dificultades y pruebas, muchos se retiran. En esos casos se hacen más interpelantes las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos cuando experimentaron también una tentación semejante: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67).

La fe se acrisola en la capacidad de perseverar, de estar en vela. A los discípulos que se durmieron en el huerto de Getsemaní, Jesús les dijo: “¿No habéis podido velar una hora conmigo” (Mt 26,40). En los discursos finales del evangelio de Juan, Jesús invita a los suyos a permanecer: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn 15,4-5). Este “permanecer” no supone una actitud pasiva, un mero aguantar o durar. Implica un ejercicio de confianza activa. Cuando no vemos con claridad el camino, cuando nos parece que todo se torna gris y triste, cuando –por decirlo con palabras del salmo 23– atravesamos “cañadas oscuras”, entonces es cuando aprendemos a creer con más hondura. Sin los asideros de experiencias placenteras, descubrimos que la fe es un ejercicio de confianza extrema. Perseverar significa seguir buscando cuando todo se oscurece, mantener la calma cuando la tormenta hace peligrar la barca, fiarse cuando se amontonan los motivos para desconfiar. Si uno es capaz de atravesar esta fase, entonces se produce un nuevo y suave amanecer. La fe no es ya un sentimiento ingenuo de bienestar, sino una experiencia de fundamento. Creer, en definitiva, es perseverar. Si esto siempre fue así, hoy, en tiempos tan líquidos como los nuestros, se hace especialmente necesario. El verdadero perseverante no es el que se mantiene inmutable en sus posiciones, sino el que,  apoyado en la Palabra de Dios, acepta los riesgos de seguir buscando, creciendo y caminando… “aunque es de noche” (san Juan de la Cruz).

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