He conocido a personas que se han entusiasmado con Jesús de Nazaret. Su mensaje les parecía
fresco, directo, humano. Sentían que sus palabras iban directas al corazón. Sin
embargo, al cabo de un tiempo, se han cansado de él como se cansan los niños de los
juguetes que reciben en Navidad, o los adolescentes de sus románticos amores de verano.
Estamos tan acostumbrados al sistema de “usar y tirar”, que, sin darnos cuenta, aplicamos
este hábito a todo cuanto hacemos y vivimos, incluyendo las relaciones personales e incluso la fe. Necesitamos continuamente estímulos nuevos que nos hagan sentirnos
vivos. En cuanto advertimos los primeros síntomas de rutina o de cansancio, buscamos
una nueva experiencia que nos excite. Es como si estuviéramos continuamente
recomenzando porque, cada vez que llega la etapa de las dificultades, en vez de
aceptarlas y superarlas, damos media vuelta y enfilamos un camino nuevo. Me
parece que esto es evidente en el campo de las relaciones interpersonales. Un
buen porcentaje de los matrimonios jóvenes naufraga a los pocos años de convivencia
porque a uno o a ambos cónyuges se les hace cuesta arriba afrontar las pruebas
de la vida en común. Creen que la solución consiste en separarse y empezar una
nueva relación, olvidando que, tras un tiempo inicial de pasión, se volverá
repetir muy probablemente el mismo ciclo de rutina y cansancio. El desafío consiste en tener la valentía
de afrontar las pruebas con realismo, diálogo y esperanza, no en huir por el
atajo de una nueva experiencia romántica.
En los
itinerarios de fe sucede algo parecido. Cuando se disipa el entusiasmo inicial,
muchos tiran la toalla. Se les hace cuesta arriba pertenecer a una comunidad –la
Iglesia– que tiene arrugas y arrastra inercias seculares. La oración enfila la senda de la rutina. Todo
suena a hueco y repetido. La misa ya no es un lugar de encuentro con Jesús y la
comunidad, sino un rito cada vez más insignificante. La vida moral se relaja.
Al fin y al cabo, uno acaba mimetizándose con el ambiente en el que vive.
Cuesta mantener ciertos valores cuando la mayoría camina en otra dirección. ¿Cuántos
jóvenes, por ejemplo, pueden ser fieles a sus compromisos bautismales si ven que sus amigos
tienen otras referencias en la vida? ¿Qué trabajador o directivo de una empresa
puede seguir siendo competente y honrado si observa que muchos de sus
compañeros solo buscan su interés y aprovechan cualquier oportunidad para engañar
y lucrarse? En el terreno de la política puede resultar incluso más difícil
porque uno está sometido a la llamada “disciplina de partido”, que a menudo choca
con las propias convicciones cristianas. En todos estos casos, la tentación es
siempre la de tirar la toalla. Está bien creer cuando todo resulta fácil,
cuando la fe se percibe como una fuente de sentido y armonía personal, pero cuando
se hace cuesta arriba, cuando aparecen las dificultades y pruebas, muchos se
retiran. En esos casos se hacen más interpelantes las palabras que Jesús
dirigió a sus discípulos cuando experimentaron también una tentación semejante:
“¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn
6,67).
La fe se acrisola
en la capacidad de perseverar, de estar en vela. A los discípulos que se durmieron
en el huerto de Getsemaní, Jesús les dijo: “¿No
habéis podido velar una hora conmigo” (Mt 26,40). En los discursos finales
del evangelio de Juan, Jesús invita a los suyos a permanecer: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el
que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí
nada podéis hacer” (Jn 15,4-5). Este “permanecer” no supone una actitud
pasiva, un mero aguantar o durar. Implica un ejercicio de confianza activa. Cuando no
vemos con claridad el camino, cuando nos parece que todo se torna gris y
triste, cuando –por decirlo con palabras del salmo 23– atravesamos “cañadas
oscuras”, entonces es cuando aprendemos a creer con más hondura. Sin los
asideros de experiencias placenteras, descubrimos que la fe es un ejercicio de
confianza extrema. Perseverar significa seguir buscando cuando todo se oscurece,
mantener la calma cuando la tormenta hace peligrar la barca, fiarse cuando se
amontonan los motivos para desconfiar. Si uno es capaz de atravesar esta fase,
entonces se produce un nuevo y suave amanecer. La fe no es ya un sentimiento ingenuo
de bienestar, sino una experiencia de fundamento. Creer, en definitiva, es
perseverar. Si esto siempre fue así, hoy, en tiempos tan líquidos como los
nuestros, se hace especialmente necesario. El verdadero perseverante no es el
que se mantiene inmutable en sus posiciones, sino el que, apoyado en la Palabra de Dios, acepta los riesgos
de seguir buscando, creciendo y caminando… “aunque
es de noche” (san Juan de la Cruz).
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