A las dos de la tarde cae un sol de justicia sobre Santiago. El termómetro se dispara a más de 30 grados. Dentro de los salones climatizados del Centro Ágora se está bien. Mientras algunos dormitan entre el
almuerzo y el comienzo de la sesión de la tarde, yo aprovecho para teclear la
entrada de hoy. Tras doce días intensos de trabajo, empiezo a acusar el
cansancio. Mañana concluiremos el Congreso de Espiritualidad e inauguraremos
oficialmente el inicio del 150 aniversario de la muerte de Claret que
cerraremos el día 24 de octubre en Vic (España). Más allá de las ideas y las
palabras, me quedo con la experiencia de una familia carismática que no ha
tirado la toalla de la evangelización, que no ve en el momento actual solo un
conjunto de obstáculos y problemas, sino, más bien, grandes desafíos que
espolean nuestra fe y creatividad. Somos herederos de un fundador, san Antonio María
Claret, que vivió también tiempos difíciles. En ningún momento creyó que era imposible
vivir y anunciar el Evangelio. Ayer recordamos de manera especial su etapa
cubana. Rodeado de problemas internos y externos, fue capaz de poner en pie una
diócesis que encontró en situación calamitosa. ¡Y eso que solo estuvo seis años
en la isla!
En este Congreso
nos acompañan dos obispos claretianos de la zona: uno residencial (el obispo de
San Carlos de Bariloche, Argentina) y
otro emérito (el obispo de Copiapó, Chile). Cuando mis compañeros africanos y
asiáticos los ven sentados en las mismas butacas que los demás o haciendo cola
en el comedor para recoger su bandeja de alimentos, no salen de su asombro. Eso
sería impensable en muchas partes de Asia y de África, donde obispos y
sacerdotes siguen teniendo un trato privilegiado. Aquí subrayamos la esencial
igualdad y fraternidad por encima de los ministerios de cada uno, lo cual no
significa menospreciar la diferencia, sino situarla en una Iglesia sinodal, en
la que laicos, consagrados, sacerdotes y obispos caminan codo con codo, se
sientan a pensar y a celebrar, comen juntos y, llegado el caso, dialogan y
hasta discuten. Se rompe el esquema piramidal y se ensaya un nuevo (no tan
nuevo) modo de ser Iglesia, basado en la comunión. Por eso, tanto las ponencias
principales como los talleres están a cargo de laicos y consagrados. Hay un
mutuo enriquecimiento. Todos vibramos con el carisma claretiano. En general,
los laicos dominan mejor los recursos didácticos y la comunicación. Muchos
vienen del campo educativo. Se nota enseguida.
No es que en
Europa no existan experiencias semejantes de sinodalidad, pero el peso histórico
es mucho mayor. Por eso, el esfuerzo tendría que ser también más audaz. La
renovación de la Iglesia europea no va a venir por ofrecer más de lo mismo,
sino por un ejercicio humilde de escucha y por una apuesta sin dobleces por la
formación y responsabilidad de los laicos. Puede parecer que soy repetitivo –y hasta
obsesivo– en este punto, pero no veo otro camino. Necesitamos un laicado
entusiasta y corresponsable. El contexto
social desafiante no es un problema, sino, más bien, un acicate. Así ha sido en
otros momentos críticos de la historia. No veo por qué ahora va a ser distinto.
Las dificultades acrisolan la opción de fe y nos obligan a poner en común lo
mejor de nosotros mismos al servicio del Evangelio. Nos obligan también a no
encerrarnos en nuestros cuarteles de invierno, a salir a la calle, incluyendo la
“calle digital”. Hoy nos ha hablado un claretiano de Brasil, experto en comunicación
y redes sociales. Yo lo he escuchado con mucho interés, a pesar de que incumplo sistemáticamente una de las reglas que nos ha ofrecido. Él insistía mucho en que los jóvenes de
hoy –nativos digitales– apenas resisten un texto que tenga más de una frase o
un vídeo que dure más de un minuto. Yo, por el momento, seguiré con mis tres
párrafos diarios. No quiero caer al nivel de Donald Trump y sus apresurados
tuits. Prefiero pocos lectores, pero con la paciencia suficiente como para leer 800
palabras.
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