Estoy un poco confundido. Había pensado escribir sobre la conferencia que di ayer en el XLV Convegno di
Vita Consacrata en el aula magna de la Universidad
Urbaniana de Roma, pero a primera hora de hoy me han llegado noticias del ataque
violento a nuestra iglesia del Corazón de María de Antofagasta en Chile. Estuve allí, un
lugar entre
el océano y la cordillera, a primeros de mayo de este año; por eso, me
resulta más doloroso lo que acaba de suceder. A la espera de recibir noticias
más precisas, puedo decir que los violentos (más de doscientas personas) irrumpieron en la iglesia a eso de las 22,45 de ayer, derribaron imágenes, tiraron por el suelo ornamentos y libros, sacaron bancos y sillas para formar barricadas, realizaron pintadas en
el altar y otros lugares, etc. Es un síntoma más de la grave situación por la
que atraviesa Chile. A las justas reivindicaciones, se añaden actos de rabia y
aun de violencia. La Iglesia está en el punto de mira. Los numerosos casos de
abusos a menores han sido el detonante de una ira acumulada. Sé que no es fácil
manejar una situación como esta. No hay que perder la calma. Profanar una
iglesia es un acto execrable, pero más todavía profanar las vidas de los más pequeños y vulnerables. Lo malo es que, en esta ceremonia de la confusión y la protesta, suelen pagar justos por pecadores.
Cuando ayer di mi
conferencia en la Universidad Urbaniana todavía no se habían producido los sucesos de
Antofagasta. El tema general del congreso era “La misión de la vida consagrada
en un mundo que cambia”. A mí me asignaron la última intervención, que llevaba
por título “¿Cómo ora un misionero? Espiritualidad de la misión de los
consagrados”. Para aprovechar al máximo el tiempo disponible, preferí leer el
texto que había preparado. No suelo hacerlo casi nunca. Me gusta hablar “a braccio”; es decir, espontáneamente. Ayer fue una excepción. Procuré partir
de mi experiencia personal y de lo que he visto en muchos misioneros en varias partes del mundo. Dibujé un itinerario en tres etapas: la adoración, la
intercesión y la acción de gracias.
Lo primero que hace un misionero es admirarse de la obra de Dios en las personas. Antes de que nosotros pronunciemos una palabra, Dios ha llegado al corazón de los seres humanos en forma de inquietud, pregunta, zozobra, duda o respuesta. Mientras va de camino, después de haber asentido a la voz de Dios, el misionero ora haciendo un viaje a la profundidad de las cosas y de las personas. Se convierte así en un “buceador” en el océano de la realidad. No se contenta con las apariencias o las estadísticas. No reduce su misión a subvenir a las necesidades materiales de las personas, aunque le preocupe mucho su bienestar. No es un mero trabajador social o el representante de una ONG llamada Iglesia católica. Busca ante todo rastrear las huellas del misterio de Dios en cualquier hombre o mujer, en cualquier acontecimiento o experiencia porque sabe que Dios es el mejor “tesoro” del ser humano. Con el salmista, canta: “Tú eres mi dueño, mi único bien, nada hay comparable a ti” (Sal 16,2).
Lo primero que hace un misionero es admirarse de la obra de Dios en las personas. Antes de que nosotros pronunciemos una palabra, Dios ha llegado al corazón de los seres humanos en forma de inquietud, pregunta, zozobra, duda o respuesta. Mientras va de camino, después de haber asentido a la voz de Dios, el misionero ora haciendo un viaje a la profundidad de las cosas y de las personas. Se convierte así en un “buceador” en el océano de la realidad. No se contenta con las apariencias o las estadísticas. No reduce su misión a subvenir a las necesidades materiales de las personas, aunque le preocupe mucho su bienestar. No es un mero trabajador social o el representante de una ONG llamada Iglesia católica. Busca ante todo rastrear las huellas del misterio de Dios en cualquier hombre o mujer, en cualquier acontecimiento o experiencia porque sabe que Dios es el mejor “tesoro” del ser humano. Con el salmista, canta: “Tú eres mi dueño, mi único bien, nada hay comparable a ti” (Sal 16,2).
El contacto con
los hombres y mujeres nos hace descubrir las muchas necesidades que todos
tenemos. Es normal que en la oración privada y pública del misionero aparezcan
con mucha frecuencia nombres de personas y de situaciones porque su
espiritualidad se nutre del encuentro con ellas. Puede interceder por una mujer
que piensa abortar, por un toxicómano enfermo de SIDA, por una familia sin
hogar, por un desempleado que no llega a fin de mes, por un preso a quien nadie
visita, por un joven que busca su vocación… y hasta por un cura pedófilo y un
político corrupto. Nadie queda fuera de su oración de intercesión porque está
convencido de que todo el mundo busca y necesita a Jesús. Hay un anciano obispo
claretiano que ha vivido como misionero más de 50 años en Brasil. Se llama Pere Casaldáliga. Tomo prestados unos versos suyos para expresar una hermosa
dimensión de la oración misionera: la intercesión por las personas, con sus
nombres y apellidos, que vamos encontrando en el camino de la vida: “Al final
de la vida me preguntarán: ¿has amado?…/ Y yo no diré nada. / Mostraré las
manos vacías / y el corazón lleno de nombres”.
Es verdad que el
misionero también pide perdón por sus errores y pecados, pero, bendecido con
los muchos signos de gracia que contempla en el corazón de las personas, es,
ante todo, un hombre o una mujer que practica la acción de gracias. Da gracias
a Dios por haberlo enviado, por haberlo puesto en contacto con nuevos lugares y
personas, por el desafío de abrirse a nuevas culturas y aprender nuevas
lenguas, por darle paciencia y sentido del humor para relativizar las
dificultades que encuentra en su misión. Pero, por encima de todo, da gracias a
Dios lleno de alegría –como Jesús– porque Dios ha querido revelar sus misterios
a la gente sencilla (cf. Lc 10,21). Da gracias –como María– porque a través de
su pequeñez Dios ha hecho obras grandes, ha derribado del trono a los poderosos
y ha enaltecido a los humildes, ha colmado de bienes a los hambrientos y a los
ricos los ha despedido sin nada (cf. Lc 1,47-55). Da gracias –como Pablo– por
la fe de las personas a las que ha sido enviado (cf. Rm 1,8), por los dones de
palabra y conocimiento que ha descubierto en ellas (cf. 1 Cor 1,5) y por la
colaboración en el anuncio del Evangelio (cf. Filip 1,5). La acción de gracias
que el misionero practica en el “viaje de vuelta” es un canto a la acción del
Espíritu de Dios en el corazón de los seres humanos. Porque está convencido de
ella, puede practicar el diálogo cultural, ecuménico e interreligioso sin tener
conciencia de estar traicionando el Evangelio. Más aún, agradecido porque Dios
va derribando muros que los seres humanos hemos construido, va abriendo caminos
que nunca podremos roturar con nuestras solas fuerzas. La gratitud es, en el
fondo, la base espiritual para la audacia misionera.
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