El lunes pasado me permití el lujo doméstico de cocinar un buen guiso de níscalos (o amízqueles, como se dice en mi tierra). Me los regaló un primo mío. Yo no tuve tiempo de cogerlos en el
bosque. Siguiendo las instrucciones de mi madre, los lavé bien con agua, los troceé
con los dedos (no con un cuchillo) y los eché en una cazuela de diámetro
generoso. Añadí aceite de oliva, sal, ajo picado, algunos trozos menuditos de
jamón y un chorrito de vino blanco. Dejé que el guiso se fuera haciendo a fuego
lento. El resultado fue deliciosamente otoñal. Como es un plato que nunca
pruebo en Roma, lo saboreé con gusto, casi como si fuera un viaje sentimental a
mis años de infancia. No soy cocinero, ni siquiera aficionado, pero eso no
significa que no me guste de vez en cuando meter las manos en la masa.
Preparando el guiso de níscalos, comprendí mejor que comer
bien es una obra de arte. Y volví a recordar lo que el monje italiano
Enzo Bianchi dice en su libro sobre “teología de la cocina”. Él cree que todos
debemos aprender a cocinar, que esta es una destreza básica, igual que leer o
escribir, porque quien aprende a cocinar aprende a amar. Preparar con cariño la
comida a otra persona significa transmitirle este mensaje: “Te amo; quiero que vivas; por eso, te doy de comer”. En el fondo,
toda comida es un antídoto contra la muerte. Quizás por eso las madres tienen
tanto interés en que sus hijos coman bien y se esfuerzan en prepararles los
platos que más les gustan.
Hoy estamos
viviendo tiempos de eclosión gastronómica. Por todas partes hay programas televisivos
dedicados a la cocina, concursos Masterchef,
jornadas de degustación de innumerables productos y menús, premios en forma de
estrellas Michelin u otros símbolos,
promoción de restaurantes de lujo o de establecimientos originales, etc. Es
como si el arte de comer –unido quizá a una forma contemporánea de gula– fuera
una manera refinada de paliar el vacío existencial que padecemos. No sabemos de
dónde venimos y a dónde vamos, pero por lo menos podemos hacer más llevadero el
camino sentados a una mesa bien surtida. Por otra parte, comer juntos ayuda a
derrotar el dragón del individualismo que tanto está minando nuestra vida
social. En torno a una mesa aprendemos a conocernos, hablamos con más
desenvoltura, disfrutamos del placer de la amistad. Hay cocineros que hacen de
la restauración un fin en sí mismo, orgullosos de elaborar platos sofisticados
y carísimos al servicio de gentes con cartera abultada. Hay otros que unen a su
creatividad culinaria una
gran preocupación social, como si hubieran hecho suyas las palabras de Jesús:
“Dadles vosotros de comer” (Lc 9,13). Dedican
parte de su saber hacer y de sus recursos a proporcionar comida sana a quien no
dispone de medios para procurársela.
No puedo hablar
de comida sin pensar en la Eucaristía, el gran convite que Jesús nos dejó como
signo de su presencia entre nosotros y como instrumento para hacer de todas las
personas comensales en el banquete de Reino. Si tomáramos en serio su significado,
no podríamos seguir celebrándola como un rito anodino, individualista y
rutinario. Comer a Jesús significa hacerse uno con él y con todos los que
formamos su cuerpo. No hay comida más anti-individualista que la Eucaristía.
Por eso, es hermoso cuando las comunidades y parroquias hacen un esfuerzo por
subrayar la dimensión comunitaria del sacramento frente a la tentación de reducirlo
a un asunto privado entre Jesús y cada uno de nosotros. Hace años, de una
persona católica a machamartillo, se decía que era “de comunión diaria”. ¡Ojalá
pudiera seguir diciéndose hoy si la “comunión diaria” implica no solo el rito
de recibir el pan, sino el compromiso de ser diariamente pan para los demás y
con los demás! ¿De qué sirve recibir cada día la comunión si seguimos siendo
individualistas e insolidarios? A veces, cocinar un guiso de níscalos pone en
marcha algunas neuronas que permiten entender mejor ciertos rincones de la vida
cotidiana. ¡Que aproveche!
P. Gonzalo: muy bueno este "Rincón" de hoy. Muy "sabroso". Muchas gracias. Fraterno y respetuoso saludo.
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