Hoy es el último sábado de octubre. A las 3 de la madrugada comenzará el horario de invierno. Los
relojes se atrasarán una hora. Se supone, pues, que este fin de semana dormiremos
una hora más. La sola idea de que podremos descansar un poco más de lo habitual
parece producir en nosotros una extraña sensación de sosiego, como si se nos
concediera una pequeña prórroga en la carrera de la vida. Lo peor del estilo de
vida actual no es que vayamos acelerados, como si alguien nos estuviera
persiguiendo, sino que a menudo no sabemos descansar. Nuestras
conexiones neuronales están sobrecargadas de información. Aprender a
desconectar es siempre una tarea pendiente. Muchas agencias de viajes y de turismo venden
sus productos apelando a esta necesidad moderna. Nos presentan una playa paradisíaca
como “el lugar ideal para desconectar”. Desconectar ¿de qué o de quién? Durante
mi desayuno tempranero he hablado con la cocinera de la empresa que atiende
nuestra curia general. Me confesaba lo que viven millones de personas
trabajadoras. Echa de menos una semana para ella sola: sin trabajo, sin hogar,
sin marido y sin hijos. Pasar del trabajo a casa significa multiplicar las
preocupaciones. Nunca tiene tiempo para “desconectar”. Vive ahogada.
¿Qué nos está
pasando? ¿Qué mundo hemos construido? ¿Por qué el tiempo se ha convertido en
uno de los bienes más preciados? Recuerdo a menudo el dicho africano: “Vosotros
tenéis relojes, nosotros tenemos tiempo”. En estos relojes que se atrasarán una
hora en la madrigada del domingo no hay espacio para aburrirse. La sociedad del
consumo nos ha inoculado el virus de que siempre tenemos que estar ocupados o
entretenidos. Hay toda una industria del entretenimiento para rellenar los
pocos huecos que deja libres el trabajo. Hablamos incluso de diversión.
Divertirse significa etimológicamente tomar otro rumbo. Adoramos la palabra “diversión”
y orillamos como rancia la palabra “conversión”. La diversión nos lleva lejos
de nosotros. No dudo de que es necesaria de vez en cuando. La conversión nos
lleva al centro de lo que es necesario. Hoy procuramos divertirnos mucho, pero
no estamos demasiado dispuestos a convertirnos. Y, sin embargo, sabemos que la
diversión excesiva acaba alejándonos tanto de lo que somos que el resultado suele ser una enorme confusión, el sentimiento de vernos perdidos, sin rumbo,
expuestos a cualquier viento.
En el corazón del
otoño se nos concede una hora más para aburrirnos, para no sentirnos obligados
a llenar el tiempo de actividades, para desconectar
hasta donde sea posible. Solo quien aprende a desconectarse puede conectarse a
lo que es esencial. Las personas hiperconectadas transmiten sin querer una
sensación de agobio, prisas y vaciedad. Hablan contigo, pero siempre parece que
están pensando en otra cosa. Son capaces de estar chateando con varias personas
a la vez. Desarrollan una enorme capacidad multirrelacional, pero pagan un
precio excesivo. Comunican, pero no se entregan. Es más, el exceso de contactos
las obliga a protegerse con el muro de la distancia emocional. Podemos estar
hiperconectados y perfectamente solos. Quizá es este uno de los dramas de
nuestro tiempo. Recibimos cientos de mensajes a la semana, pero no encontramos
personas ni tiempo para mantener una serena conversación de tú a tú, sin la
interposición de la tecnología. Pronto se pondrán de moda –ya lo están– las
terapias de desintoxicación comunicativa. Este fin de semana tenemos una hora
más para ir preparándonos.
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