Ayer murió Camilo Sesto en Madrid. Tenía 72 años. Era casi más conocido, admirado e imitado en Latinoamérica
que en su España natal. No sé si es verdad, pero he leído que Andrew Lloyd Weber,
el autor de la ópera rock Jesus Christ Superstar,
decía que la única adaptación de su obra que estaba a la altura de la original
era la que hizo Camilo Sesto en 1975. En su momento, la escuché muchas veces.
Me sabía varios números de memoria. Hay otras muchas canciones que lo hicieron famoso, pero yo me quedé con su versión rockera de Jesucristo. Hace unos pocos días murió en condiciones
extrañas la medallista olímpica Blanca
Fernández Ochoa. Tenía solo 56 años. Descansen ambos en paz. Cada uno en su campo (la música o el deporte), alcanzaron cotas muy altas. Sus vidas fueron complejas y algo atormentadas. Son solos dos muertes de
personajes famosos, pero es como si el mes de septiembre se hubiera estrenado
con una abultada sección de obituarios. Comprendo que destacar a una persona en
detrimento de otra es algo muy subjetivo. Los medios lo hacen en virtud del impacto social. Camilo Sesto y Blanca Fernández eran más
conocidos en el ámbito español que otras muchas personas que han fallecido en
estos mismos días. Sin embargo, para
sus familiares y amigos cada persona que muere es única, incomparable a las demás.
Me gustaría
escribir algo sobre mi primera semana en la India, pero prefiero dejarlo para
más adelante. Hoy vuelvo mis ojos a Europa. Contemplando la bulliciosa ciudad
de Bangalore, llena de empresas informáticas de alto nivel; visitando nuestro complejo académico de Jalahalli con alrededor de 8.000 jóvenes estudiantes;
echando un vistazo a los desplazamientos geoestratégicos de nuestro mundo
globalizado, caigo en la cuenta de que nuestro viejo continente va perdiendo fuelle, si es que no lo ha perdido del todo. Quizás me he contagiado de los sentimientos de pérdida que produce la
acumulación de muertes, pero tengo la impresión de que Europa cada vez se parece
más a un museo (no quiero decir cementerio) que a un laboratorio. Fue un centro
de creatividad en los siglos pasados, pero no se puede vivir siempre de las
rentas como los viejos hidalgos venidos a menos. No me extraña que los jóvenes
con más talento e inquietud emigren a Estados Unidos, Canadá, Australia y otros
lugares en los que se piensa más en el futuro que en el pasado. ¿Qué está haciendo Europa, por ejemplo, en el campo de las comunicaciones, dominado por Estados Unidos y algunos gigantes asiáticos? Quizás el hecho
mismo del envejecimiento demográfico demuestra a las claras que Europa se ha
cansado de ser vanguardia, de ensayar nuevos caminos, de buscar respuestas
creativas a los muchos problemas que hoy tiene la humanidad. Quizás por eso las
obras que produce están cargadas de pesimismo. Los autores prefieren buscar en
el fondo oscuro del alma humana antes que abrir vías luminosas. El interés que
muchos tienen por la eutanasia (y hasta por el suicidio) no es más que el último
peldaño moral de este cansancio de vivir. Es como si hubiéramos perdido el mapa
y no tuviéramos ya el más mínimo interés en encontrarlo.
Si renunciamos a
ser un “laboratorio” de nuevas propuestas, solo nos queda explotar nuestra
condición de “museo”. En este punto, ningún continente puede competir con
Europa. Tantos siglos de civilización han producido una cantidad ingente de
obras científicas, artísticas y literarias. Hay museos por todas partes. Pero
un museo nos remite más al pasado que al futuro. Nos ayuda a entender de dónde venimos,
pero se requiere algún impulso nuevo para saber a dónde vamos. Quizás se
necesita un periodo de otoño-invierno cultural y moral antes de que llegue una
nueva primavera. No sería la primera vez que sucede algo semejante en nuestra historia. Mientras
tanto, no conviene dormirse en los laureles, sino dejarse fecundar por el genio
de las muchas personas que llaman a las puertas y que sueñan con labrarse un
futuro mejor en nuestro continente. Estoy convencido de que son portadoras de
semillas de novedad que en su momento producirán sus frutos. Pero también en
este punto la política europea es errática. Oscilamos entre la represión y la
indiferencia. ¿No tendrán las comunidades cristianas, incluyendo sus pensadores, científicos y artistas, sacar de la bodega de la fe nuevos impulsos para ensayar el futuro? La Iglesia puede ser ese laboratorio en el que testar las propuestas que pueden renovar el continente, comenzando por la integración de los migrantes y siguiendo por la promoción de la investigación en todos los campos científicos y artísticos, evitando estar siempre como a la defensiva.
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