En el Evangelio de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario se percibe un aroma de terneros asados y de vino generoso. Todo huele a fiesta, por más que haya también entes “perdidos”:
ovejas, monedas e hijos. Sí, hijos, porque resulta que el pequeño de la famosa parábola
de Jesús desafía a su padre y se convierte en un “perdido”. El mayor, en su
aparente fidelidad, tampoco ha entendido que su padre lo quiere mucho. Vive
igualmente “perdido” en su mundo de rigidez, envidia y resentimiento. Total,
que la única manera de superar tanta “perdición” es salir a buscar y organizar
una fiesta. El pastor sale a buscar a su oveja, la mujer barre la casa en busca
de la moneda y el padre sale a buscar a sus dos hijos. Al final, la búsqueda termina en una fiesta
por todo lo alto en la que todos disfrutan. ¿Todos? No, no todos. El hijo mayor
se niega a entrar. Le parece que su padre ha sido injusto con él. Y, cuando el
padre sale a buscarlo (igual que salió a buscar al hijo pequeño), se lo echa en
cara: “Mira: en tantos años como te
sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito
para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo
tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero
cebado”. ¿Qué significa una obediencia sin compasión y sin alegría? Nada,
pura necesidad de sentirse justificado.
La verdad es que
si hubiéramos tomado en serio estas parábolas de Jesús no tendríamos que estar
ahora quejándonos de que muchas personas tienen una idea errónea, antipática y castradora de Dios. No
andaríamos tirándonos los trastos a la cabeza para ver quién es más ortodoxo y
ha obedecido mejor. Jesús no cuenta estas parábolas a sus discípulos. En
realidad, los primeros destinatarios son los hombres de la ley, los que se consideraban religiosos y cumplidores. Así introduce
Lucas los relatos: “Los fariseos y los
escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos»”.
A los hombres de la ley y la piedad les escandaliza que Jesús ande y coma con
malas compañías; es decir, con publicanos y pecadores. Jesús podía haberse
defendido de una manera irónica, como hace en otras ocasiones. Sin embargo,
prefiere plantear las cosas desde la raíz. Lo que viene a decirles a los
hombres de la ley es esto: “Mirad, yo
como con estos hermanos que vosotros consideráis pecadores porque son los preferidos
de Dios. Él ha organizado una fiesta para ellos de modo que se sientan en casa.
Al comer con ellos estoy manifestándoles esta preferencia que el Padre tiene
por ellos. Él no los quiere porque sean buenos o porque se hayan arrepentido de
sus maldades, sino sencillamente porque son sus hijos perdidos. Todo buen padre
–como el pastor que pierde una oveja o la mujer que pierde una moneda– no se
queda de brazos cruzados sino que sale a buscarlos y organiza una fiesta por la
alegría de haberlos encontrado. Os estoy hablando de cómo es Dios para ver si os enteráis de una vez”.
En realidad, Jesús podría haber añadido algo más en referencia a sus interlocutores: “Ah, ¿qué no os sentís representados en estas historias? ¿Cómo que no? La figura del hermano mayor os queda que ni pintada. Vosotros presumís de obedecer a Dios y de cumplir a rajatabla sus mandamientos, pero, en realidad, no lo amáis ni sentís la alegría de que él os ama mucho? Vivís con el corazón resentido, os limitáis a cumplir las leyes para sentiros justificados. Así, amigos, no se va a ninguna parte. Dios no quiere hijos cumplidores, sino hijos que sean felices disfrutando de su amor”. Si yo hubiera sido un fariseo de la época y hubiera escuchado estas parábolas de Jesús, hubiera reaccionado con indignación o me hubiera escapado muerto de vergüenza.
En realidad, Jesús podría haber añadido algo más en referencia a sus interlocutores: “Ah, ¿qué no os sentís representados en estas historias? ¿Cómo que no? La figura del hermano mayor os queda que ni pintada. Vosotros presumís de obedecer a Dios y de cumplir a rajatabla sus mandamientos, pero, en realidad, no lo amáis ni sentís la alegría de que él os ama mucho? Vivís con el corazón resentido, os limitáis a cumplir las leyes para sentiros justificados. Así, amigos, no se va a ninguna parte. Dios no quiere hijos cumplidores, sino hijos que sean felices disfrutando de su amor”. Si yo hubiera sido un fariseo de la época y hubiera escuchado estas parábolas de Jesús, hubiera reaccionado con indignación o me hubiera escapado muerto de vergüenza.
El mensaje de Jesús
es tan claro, tan válido para todos los tiempos y lugares, que no sé si merece
la pena hacer muchas aplicaciones. Nos pasamos la vida queriendo agradar a
Dios, de vez en cuando nos cansamos de tanto esfuerzo y regresamos a algunos de
nuestros idolillos modernos (como el pueblo de Israel en el desierto cuando se olvidó
del Señor invisible y construyó un becerro de oro al alcance de la mano),
decimos que la religión es castradora, que nos impide ser libres y felices…
Mientras perdemos el tiempo en estas críticas y lamentaciones, Dios sale a
nuestro encuentro por los caminos de la vida. Nos busca a todos, porque todos
andamos un poco perdidos: algunos porque hemos dilapidado la herencia paterna; otros, porque nos creemos buenos y miramos a los demás por encima del hombro. A
Dios no le interesa demasiado qué hemos hecho, en qué circunstancias, cuántas
veces, etc. Él está deseando abrazarnos y celebrar la fiesta del encuentro. Algunos
aceptan una túnica nueva, un par de sandalias y hasta un anillo. Disfrutan
saboreando el ternero cebado y el vino. Otros prefieren quedarse fuera,
lanzando improperios, carcomidos por la envidia y el resentimiento. Ellos se
lo pierden. ¿De quién es la culpa si cuando “todo huele a fiesta” los cumplidores prefieren vivir su fe con cara y corazón de funeral?
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