A mediados de los años 70, cuando pasaba el mes de julio en Castro Urdiales (Cantabria), al llegar el último día, la numerosa colonia vasca entonaba aquello de “Inazio gure patroi handia”. Yo no
entendía la letra, pero me daba cuenta del entusiasmo con el que los vascos
homenajeaban a su patrón san Ignacio de Loyola.
El himno
al santo marcaba el final del primer mes completo de vacaciones. Reconozco
que la música sonaba marcial, como corresponde a un santo que había sido soldado
en su juventud y que, para más inri, fundó después una orden religiosa llamada Compañía
de Jesús. San Ignacio de Loyola, aunque muy conocido en ámbito hispano, no es tan popular
como san Francisco de Asís, san Antonio de Padua o santa Teresa de Calcuta. Es
demasiado “serio” como para llegar al corazón de las personas, pero su espiritualidad ha marcado
la vida cristiana en los cinco últimos siglos. Los jesuitas se han
esforzado por hacerla comprensible y practicable hoy. Sus famosos Ejercicios
Espirituales gozan de una nueva primavera. Las personas que hacen
el famoso “mes de ejercicios” parece que juegan en la primera división de la liga cristiana.
Más allá de
métodos y escuelas, la cuestión que me ronda desde hace mucho tiempo es
sencilla y directa: “¿Estamos teniendo una experiencia de Dios o nos dedicamos,
más bien, a dar vueltas por sus suburbios?”. Creo que alguna vez he contado en
este blog una historia que Tony de Mello solía repetir con ironía hace tres
décadas. Se sitúa en el contexto de la India, pero podría ser extrapolada a
cualquier otro con las debidas actualizaciones: “Si quieres tener una buena
educación para tus hijos, no lo dudes, mándalos a un colegio católico. Si
buscas una buena atención sanitaria y puedas pagarla, vete a un hospital católico
(a la Clínica de Navarra en el contexto español). Pero si lo que realmente
quieres es buscar a Dios, entonces ve a un monasterio hindú”. La historia es ácida
y provocativa, pero indica algo. Los católicos somos percibidos con mucha
frecuencia como personas de buena voluntad que hacemos cosas buenas por los demás,
que creamos instituciones buenas (sobre todo, educativas y sanitarias) de ayuda a la gente
(incluyendo los más desfavorecidos), pero pocas veces como personas que “buscan
a Dios”. Deliberadamente empleo el verbo “buscar” y no el verbo “creer” porque
las personas que hoy sienten deseos de espiritualidad no quieren respuestas
prefabricadas, sino itinerarios de búsqueda compartida. La fe, en realidad, se
vive como una actitud permanente de búsqueda. Jesús preguntaba a sus primeros
discípulos: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,38).
Con el salmista respondemos: “Tu rostro
buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 26,8-9).
Perdemos demasiado
el tiempo en aventuras menores. Si algo he aprendido a través de la espiritualidad
ignaciana es que lo más importante es descubrir a Dios como “principio y fundamento”
de todo cuanto existe (comprendida la vida humana) y, en consecuencia, consagrar
nuestra vida a él como respuesta de amor. Todo lo demás puede esperar. Todo lo demás
es amable “en tanto en cuanto” (¡célebre expresión ignaciana!) nos ayuda a ir
hacia Dios. Me duele ver a tantas personas desorientadas, como “ovejas sin
pastor” mientras muchos creyentes –incluidos algunos sacerdotes y religiosos– nos
dedicamos a cosas secundarias y no asumimos el riesgo de acompañar la búsqueda
de Dios, quizás porque nosotros mismos hemos tirado la toalla de la búsqueda
paciente y humilde y la hemos sustituido por rutinas y prácticas que “normalizan”
nuestra vida, pero no aquietan el corazón. La “búsqueda de Dios” sigue siendo
la única empresa seria a la que merece la pena dedicar toda la vida. Ignacio de
Loyola lo hizo después de haber explorado –sufrido y gozado– otras dimensiones
de la existencia.
Gracias....
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