Anteayer viajé de Niebla al aeropuerto de Temuco en coche. La lluvia cesó. Pude contemplar la
campiña esplendorosa con una suave luz otoñal. De Temuco volé a Santiago y de
allí, cruzando la cordillera de noche, a la ciudad argentina de Mendoza, en
donde estoy pasando el fin de semana. Atrás quedó la etapa chilena de mi viaje.
Imagino que la especial configuración geográfica de Chile determina una
peculiar manera de ser. Es un país larguísimo y estrecho. La cordillera de los
Andes y el océano Pacífico son dos barreras naturales que acotan el espacio a
oriente y poniente. La montaña aporta robustez y firmeza. El mar abre un
horizonte infinito para que el alma chilena no se sienta prisionera en su
propia lengua de tierra. Yo he disfrutado en la agreste Antofagasta y también
en la húmeda Valdivia. En el norte he padecido los rigores del desierto; en el
sur me he preguntado cómo sobrellevaría los muchos meses de lluvia y humedad.
En el norte abundan los minerales y las empresas extractivas. En el sur domina
la madera, la ganadería y la pesca. No hay nada como vivir en varios ambientes
para caer en la cuenta de la que la vida tiene muchas facetas que debemos aceptar,
explorar y agradecer.
Comencé ayer la
celebración litúrgica del IV
Domingo de Pascua participando en una concurrida Eucaristía vespertina en
el Santuario
de la Virgen de Lourdes – El Challao, regentado por los misioneros
claretianos. El 11 de cada mes se congrega a las 4 o 5 de la tarde (según las estaciones)
una gran multitud para celebrar la misa por los enfermos. La capacidad del
santuario es enorme: unas 4.500 personas sentadas y otras muchas de pie. En el
inmenso anfiteatro resonaron con fuerza los cuatro versículos del capítulo 10
de Juan que se proclaman en el conocido como domingo del Buen Pastor. Estamos tan acostumbrados a esta imagen
bíblica que no sé si suscita admiración y gratitud o, más bien, indiferencia y
distancia. No es ciertamente la imagen que utilizaría un joven de cualquier ciudad
moderna para referirse a Jesús. En el contexto latinoamericano en el que
proliferan las sectas pentecostales, “pastor” es el término que se utiliza para
referirse al líder de la comunidad, al que, por cierto, hay que entregar el
diezmo de los propios ingresos. No resulta, pues, una figura muy simpática.
Jesús no es un
pastor que reclame privilegios. Lo único que busca es que sus “ovejas” –es
decir, sus seguidores– escuchen su voz. Él las ama y ellas lo siguen. Hay voces
que escuchamos solo en contadas ocasiones. Cuando pasa el tiempo nos cuesta
reconocerlas. Pero hay otras (las de nuestros seres queridos y amigos) que
enseguida nos resultan familiares. Basta sentir su cadencia para saber de quién
se trata. Parece increíble que el oído humano pueda “discriminar” de esta
manera los sonidos. Cuanto más queremos a una persona y más la escuchamos, más
fácil nos resulta reconocer su voz. Quizá una de las dificultades que hoy
tenemos para reconocer la voz de Jesús en medio de tantos ruidos ambientales es
que escuchamos poco lo que él nos dice. Perdemos familiaridad con su voz. Nos
“suena”, pero no hasta el punto de seguirla como seguimos las voces de las
personas a quienes amamos. Escribo estas notas al filo de la medianoche.
Gracias Gonzalo por compartir tus experiencias a pesar del cansancio que supongo llevas... en la foto se te ve bien... Gracias por tu disponibilidad... Un abrazo
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