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lunes, 11 de marzo de 2019

La religión del amor

Hace un par de días recibí un escueto guasap de un amigo mío. Decía así: “Te mando este artículo que imagino que lo habrás leído. Me gustaría saber tu opinión si es posible”. Cinco horas más tarde (no suelo llevar conmigo el teléfono móvil cuando estoy en consejo) le respondí lo siguiente: “Lo leeré y te diré mi opinión”. Como se trata de un artículo que se ha difundido en la página Religión digital y que, por tanto, algunos lectores del Rincón habrán leído, me ha parecido conveniente responder a mi amigo con una entrada del blog. El artículo está escrito por el anciano teólogo José María Castillo. Es una breve presentación de su reciente libro Evangelio marginado publicado por la prestigiosa editorial Desclée De Brouwer. Es probable que muchos lectores del Rincón no sepan quién es José María Castillo. Les diré, de manera muy sintética, que es un sacerdote, teólogo y escritor granadino de casi 90 años (nació el 16 de agosto de 1929) y que hasta 2007 fue jesuita. Su producción teológica es abundante y sugerente. Está muy vinculado a la teología de la liberación. Su relación con América latina ha sido frecuente e intensa. Siendo yo estudiante de teología, leí con interés algunos libros suyos, como Oración y existencia cristiana (1969) y La alternativa cristiana (1975). Más tarde, leí otras obras como El seguimiento de Jesús (1983) y Símbolos de libertad: teología de los sacramentos (2001). Admiro a las personas que se mantienen en activo hasta el final y que tratan de ser coherentes con su manera de entender la vida y la fe.

Hace mucho tiempo que no he seguido su evolución, aunque sé algunos hitos de su trayectoria (entre otros, que en 1988 fue destituido -no sé si injustamente- como profesor de teología en la Facultad de Teología de Granada). En la actualidad, mantiene un blog en Religión digital titulado Teología sin censura. No seré yo quien juzgue su amplia, fecunda y a veces polémica trayectoria. Me faltan muchos datos para una aproximación mínimamente objetiva y justa. No puedo depender solo de los periódicos o de opiniones ajenas. Me atengo, pues, al artículo en cuestión sugerido por mi amigo. Si tengo oportunidad, leeré también el libro para tener una perspectiva más amplia.

Lo que José María Castillo presenta en el artículo -y supongo que, de manera mucho más extensa, en su último libro- no se aparta mucho de lo que ya insinuaba en su famosa obra La alternativa cristiana. Es, por otra parte, una tesis generalmente aceptada en la teología contemporánea: Jesús no vino a crear una nueva religión, si entendemos por religión un sistema articulado de dogmas, ritos y normas que regula la relación (religación) de los seres humanos con Dios. Me hago cargo de que el concepto de religión es muy resbaladizo y tiene resonancias afectivas muy diversas en las personas según las experiencias vividas. Para algunas, es sinónimo de todo lo mejor que le puede suceder a un ser humano (la unión con Dios); para otras, encarna lo más pernicioso, el origen de todos los males (la justificación ideológica del oscurantismo y la manipulación).

Jesús es -por decirlo con una fórmula que me satisface, aunque no está exenta de ambigüedad- la transparencia del Dios trascendente en la inmanencia de la vida humana. O, como dicen otros autores, el rostro visible del Dios invisible. Revelándonos con su conducta y sus palabras que Dios es amor, Jesús ha querido centrar la verdadera relación con Dios en el amor a los seres humanos y, de manera especial, a quienes viven en los márgenes y no siempre experimentan que Dios se preocupa de ellos. Ningún cristiano auténtico de hoy o de cualquier siglo ha vivido otra cosa o pondría en cuestión este planteamiento. No es, pues, un hallazgo de la exégesis ni de la teología contemporáneas, aunque en las últimas décadas ha sido profusamente desarrollado. En este punto conviene que seamos modestos y hagamos justicia a la multisecular historia del cristianismo, no solo al reformador Lutero.

Pero -dicho esto- no es menos cierto que el Evangelio de Jesús y la comunidad que surge de él y en torno a él -la Iglesia- ha ido experimentando a lo largo de la historia diversas “encarnaciones”; es decir, se ha inculturado y, al mismo tiempo, ha generado también cultura. Más aún, se ha institucionalizado. En este proceso ha hecho del amor una realidad tangible y, a veces, lo ha prostituido hasta extremos intolerables. La pregunta es: ¿cabe imaginar algún otro modo de vivir la fe en comunidad que no exija un mínimo de institucionalización? El grupo de los primeros seguidores del Maestro, ¿no tenían también unos mínimos vínculos y prácticas, aunque, desde luego, no como los que tiene la Iglesia del siglo XXI?

Son muchos los que hacen una distinción tajante entre religión y existencia cristiana. Según ellos, el cristianismo es un estilo de vida nutrido por la fe en Jesús, pero no implica ninguna religión y tampoco ninguna institucionalización fuerte de esta experiencia. Según ellos, la Iglesia -tal como la conocemos hoy- sería la representación máxima de la traición a los ideales de Jesús. Habría marginado el Evangelio -de ahí el título del libro de Castillo- y se habría erigido en controladora y manipuladora del Maestro. Creo comprender la verdad que esta afirmación contiene (la fe en Jesús es, ante todo, una experiencia del amor de Dios que se traduce en amor a los demás) y, sobre todo, acepto de buen grado el mensaje de alerta que lanza (no echemos el vino nuevo del Evangelio -su alegría y libertad- en los odres viejos de las religiones esclerotizadas). En este sentido, las obras de Castillo constituyen siempre una provocación positiva. 

Pero percibo, al mismo tiempo, un cierto simplismo. Es verdad que nos hemos rodeado de normas, ritos, ropajes y títulos que a menudo reflejan más la corte imperial romana, ciertas prácticas medievales o costumbres barrocas que una comunidad del siglo XXI. Es cierto que arrastramos una pesada rémora histórica que tenemos que superar cuanto antes. Pero, por otra parte, sin una mínima base dogmática (lo que creemos), ética (lo que debemos hacer), litúrgica (lo que celebramos) e institucional (cómo nos organizamos), el cristianismo (y, por tanto, la novedad de Jesús) no hubiera alcanzado la difusión y la fuerza que hoy tiene. Se hubiera vuelto una doctrina gaseosa, muy pura en su ideal, pero completamente desencarnada. Y, la verdad, no sé qué me da más miedo: si un purismo que no se mancha en la realidad humana o un exceso de institucionalización. Los dos extremos han escrito páginas vergonzosas de la historia de la Iglesia.

Es evidente que en su esfuerzo de encarnación como respuesta a la invitación misionera de Jesús, la Iglesia se ha cargado de un lastre del que debe desprenderse y, en ocasiones, ha limado la novedad y el carácter provocativo del Evangelio, pero no es menos cierto que, en medio de contradicciones y heroicidades, el Espíritu ha ido conduciendo a la comunidad de Jesús por los meandros de la historia. Sin esta comunidad imperfecta -que es la comunidad de Jesús- el recuerdo del Nazareno se hubiera evaporado. Hacer, por tanto, un planteamiento puramente historicista y racionalista encaja a primera vista con las expectativas de muchas personas de hoy, pero a mi modo no hace justicia al “misterio” de Jesús, no toma en serio el peso de la encarnación. A veces, mancharse las manos en el barro de la historia es la única manera -imperfecta si se quiere, semper reformanda- de que el amor se haga realidad. 

Se podrían decir muchas más cosas, pero no quiero desbordar demasiado los límites normales de una entrada, ni tampoco adoptar el rol del profesor. Hace tiempo que estoy fuera de las aulas. Estoy seguro de que algunos lectores pueden dar también su opinión y completar el cuadro desde otras perspectivas.

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