No, no pertenezco a ninguna liga alcohólica ni estoy promocionando una marca de vinos. Me limito
a comentar el Evangelio de este II
Domingo del Tiempo Ordinario que narra un milagro de Jesús en el
contexto de la celebración de una boda en la aldea de Caná. El episodio es tan
conocido que, de no tomar un poco de distancia, corremos el riesgo de no captar
el meollo del mensaje. Aunque pueda tener una base histórica (el hecho de que Jesús, su
madre y sus discípulos fueran invitados a un matrimonio), en realidad lo que el
evangelista Juan quiere transmitir desborda con mucho la mera crónica de un
evento familiar y social. Como en el resto de su evangelio, juega con los símbolos que
sus lectores podían comprender a la luz del Antiguo Testamento. Juan narra solo
siete milagros (o “signos”) en su Evangelio. ¿Por qué este es el primero de la
serie? La respuesta es sencilla: porque anticipa el mensaje liberador que Jesús
ha traído y que se desarrolla a lo largo de todo el Evangelio hasta el momento cumbre de la crucifixión/glorificación. Frente a una religión de esclavitud y purificaciones (simbolizadas
por las tinajas de agua), él ha traído la buena noticia de una relación con
Dios que es una fiesta (simbolizada por el vino). Dios es el esposo y el pueblo es la esposa. Una fiesta
no se concibe sin comida, sin baile y... sin vino. Los puristas se pueden escandalizar,
pero en este punto la Biblia es clara: “El
vino alegra el corazón” (Eclo 40,20). O, como se pregunta el autor del
libro del Eclesiástico: “¿Qué vida es esa cuando le falta el vino?” (Eclo
31,27). Los salmos también hacen una bonita apología: “El vino le alegra el corazón al hombre” (Sal 104,15). Ya sé que los médicos aconsejan beber entre dos y tres litros de agua diarios. No dicen nada acerca del vino, a no ser eso de que se debe consumir con moderación.
No es necesario
ser muy perspicaz para iluminar lo que hoy nos está pasando desde la luz que
arroja este primer “signo” de Jesús. También hoy, de diversas maneras, corremos
el riesgo de vivir la relación con Dios desde los esquemas de la obligación, la
purificación, el cumplimiento de normas estrictas. Nunca estamos exentos de
recaer en la “religión de los esclavos”, aunque hayamos recibido en el Bautismo
el don de ser “hijos”. Sentimos una inclinación particular a purificarnos con
el “agua” de las tinajas. Nos sentimos más seguros. Nos parece que, cumpliendo
estrictamente las normas, aplacamos la ira de un Dios que parece siempre
enojado con nosotros por nimiedades. Es increíble hasta qué punto esta imagen distorsionada Dios
está actuando en muchas personas que, por otra parte, han tenido una buena
formación cristiana. Se ve que conecta con algún arquetipo humano que no es fácilmente
“evangelizable”.
La “madre de Jesús” (es decir, María, pero también la comunidad
eclesial que nos acoge) cae en la cuenta de que así no podemos continuar, de que nos
falta el vino de la alegría que produce la auténtica fe en Dios, de que hemos
reducido la religión al vaso de agua del cumplimiento cuando, en realidad, se nos ofrece la copa de vino de la libertad. El verdadero “milagro” de Jesús, aquel en el que manifiesta su
gloria, es ayudarnos a entrar en la fiesta de la relación filial y esponsal con Dios a todos aquellos que preferimos
contemplar la escena desde fuera, con la cara larga de quien no sabe disfrutar
de su condición de hijo y se limita a gestionar su maldición de esclavo.
El evangelio de
este domingo es revolucionario hasta extremos que no logramos captar. ¿Hay algo
más transformador que la alegría de sabernos invitados a la fiesta de Dios? ¡Qué
diferencia entre presentar la relación con Dios como un camino de permanente
purificación (simbolizado por las tinajas de agua) o como una fiesta de bodas
en las que reina la confianza, la alegría y la apertura al futuro! Esta “fiesta
del vino” está especialmente simbolizada en la Eucaristía. Los lectores habituales
de este blog están ya acostumbrados –y
quizás a veces algo extrañados y hasta molestos– de que yo compare con cierta
frecuente las Eucaristías que celebramos en muchas partes de Europa y América
con las que celebran nuestros hermanos africanos. En el primer caso, da la impresión de que nos
contentamos con servirnos un poco de agua de las tinajas de la purificación.
Todo discurre con pulcritud y fría solemnidad, cuando no con gris rutina. En el segundo, los
cristianos (desde los que viven en las aldeas hasta los de las grandes
ciudades) saben que son invitados a la fiesta. Derrochan el “vino” de la
alegría y la solidaridad. Han comprendido muy bien por qué lo que Jesús hace en
Caná es un “signo” de la nueva relación que Dios quiere establecer con nosotros. Cuando
aprendemos a saborear el vino de la filiación, no necesitamos recaer en el agua
de la mera dependencia. Dime cómo es tu fe en Dios y te diré cómo celebras la Eucaristía. O dime cómo celebras la Eucaristía y te diré qué tipo de fe late en tu interior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.