Como todos los años, hoy, 18 de enero, se comienza la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Quienes vivimos en un
contexto dominado por el catolicismo no acabamos de experimentar en toda su
crudeza el drama de la desunión, pero quienes viven en contextos
multiconfesionales no comprenden por qué los seguidores de Jesús
estamos separados en iglesias que, si bien se reconocen como hermanas, no expresan visiblemente su profunda unidad. Antes de que acabe esta semana, me gustaría
volver sobre este asunto con más calma. Pero hoy pide paso otro distinto, aunque muy conectado. Uno de los hombres del siglo pasado que vivió en
carne propia la pasión por el ecumenismo y, sobre todo, por el diálogo interreligioso, fue el monje trapense norteamericano Thomas Merton
(1915-1968). Ayer precisamente tuve la oportunidad de escuchar una conferencia
sobre él dentro del ciclo organizado por el instituto Claretianum de Roma. La pronunció el sacerdote milanés Mario Zaninelli, presidente de la
Thomas Merton Society de Italia.
Escuchándolo,
recordé mi primer encuentro con este monje inspirador y un tanto transgresor. Fue el
año 1980, cuando un compañero mío filipino, estudiante de teología como yo, me regaló el libro Seeds of Contemplation (Semillas de contemplación), escrito por Merton. Todavía lo conservo en mi biblioteca personal. Habían pasado
solo doce años desde la muerte de Merton en Bangkok mientras participaba en una
conferencia monástica, pero su fama había decrecido. La herida que tenía en la parte posterior de la cabeza y el hecho de que, a pesar de las circunstancias, no se le practicara la autopsia, alimentaron todo tipo de conjeturas acerca de la verdadera causa de su óbito. Parece que murió electrocutado con un ventilador en la casita que habitaba, o a causa de un infarto fulminante, pero
no faltan quienes piensan que fue asesinado por agentes de la CIA porque era
una voz contraria a la intervención estadounidense en Vietnam. Sea como fuere,
su voz, que había sido muy escuchada en los años 50 y 60 (algunos de sus libros
fueron best-sellers en los Estados
Unidos y muchos veteranos de la guerra se hicieron monjes debido a su fama), comenzó a apagarse. O quizás fue deliberadamente silenciada por las circunstancias
de su muerte y por su enamoramiento de una de las enfermeras que lo cuidaba mientras
estuvo enfermo. Lo cierto es que Merton entró en un periodo de hibernación del
que, poco a poco, está saliendo.
Uno de los principales
responsables de la recuperación de la figura de Merton es el papa Francisco. En
su famoso discurso al Congreso de los
Estados Unidos, en septiembre de 2015, el papa Francisco propuso a los
ciudadanos de ese país cuatro modelos inspiradores: Abraham Lincoln, Martin
Luther King, Dorothy Day y… Thomas Merton. De este último, trazó un retrato en
pocas palabras: “Merton fue sobre todo un
hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió
horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de
diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones”. Solo se
comprende bien el alcance de este perfil cuando se conoce la agitada biografía
de Merton, que murió con solo 53 años. Merece la pena leer su libro más famoso:
La
montaña de los siete círculos (The
Seven Storey Mountain), publicado en 1948 y traducido a una treintena de
lenguas. Es su autobiografía, publicada un año antes de su ordenación
sacerdotal. No es fácil resumir una vida tan intensa
como la suya. Basta decir que nació en Prades (Francia), de padre neozelandés y
madre estadounidense, ambos artistas y un tanto extravagantes. Vivió en
Francia, Inglaterra, Italia y, sobre todo, en los Estados Unidos. Se doctoró en Literatura inglesa en la Universidad de
Columbia. En 1938 se convirtió al catolicismo. Tres años más tarde, entró en la abadía
trapense de Gethsemani, en el estado de Kentuchy. Fue maestro de
novicios y estudiantes, eremita, contemplativo, activista social, pacifista,
enamorado del diálogo interreligioso, poeta, conferenciante y prolífico escritor. Murió en Bangkok, la capital de Tailandia. Su salud
precaria y su genio indómito ponen el contrapunto a una figura que gozó de enorme
popularidad después de la segunda guerra mundial.
¿Por qué Thomas
Merton puede ser una figura inspiradora hoy? ¡Por el coraje de vivir de pie!
¿Por haberse atrevido a ser él mismo! ¡Por no sucumbir –como estamos haciéndolo
hoy– a lo política o eclesiásticamente correcto! Fue un contemplativo. Su profunda experiencia
de Dios lo hizo un ser libre, sin que esto suponga necesariamente una gran
perfección moral. De hecho, quienes vivían con él acusaban las consecuencias
negativas de su carácter y de sus manías. Se atrevió a desnudar su alma sin
disfrazarla demasiado con los ropajes de la piedad. Le enseñó al hombre moderno
a no esconder sus fragilidades. Más aún: a descubrir a Dios en las propias
heridas. Y –esto me llama particularmente la atención– tuvo la experiencia
mística de descubrir que todo ser humano, sin excepción alguna, es siempre un
hermano o una hermana. En línea con Emmanuel Lévinas, fue muy consciente de que el rostro humano es la ventana por la que accedemos a lo divino. Esto
le hizo ver en cada hombre o mujer a una persona. Fue más allá de las etiquetas
raciales, sociales y religiosas con las que nos distanciamos de quienes no son
de nuestra cuerda. En fin, Thomas Merton puede inspirar un nuevo modo de
situarnos en las sociedades interétnicas, multiculturales y plurirreligiosas. Por eso lo evoco hoy en este rincón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.