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viernes, 18 de enero de 2019

La fuerza de un hombre libre

Como todos los años, hoy, 18 de enero, se comienza la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Quienes vivimos en un contexto dominado por el catolicismo no acabamos de experimentar en toda su crudeza el drama de la desunión, pero quienes viven en contextos multiconfesionales no comprenden por qué los seguidores de Jesús estamos separados en iglesias que, si bien se reconocen como hermanas, no expresan visiblemente su profunda unidad. Antes de que acabe esta semana, me gustaría volver sobre este asunto con más calma. Pero hoy pide paso otro distinto, aunque muy conectado. Uno de los hombres del siglo pasado que vivió en carne propia la pasión por el ecumenismo y, sobre todo, por el diálogo interreligioso, fue el monje trapense norteamericano Thomas Merton (1915-1968). Ayer precisamente tuve la oportunidad de escuchar una conferencia sobre él dentro del ciclo organizado por el instituto Claretianum de Roma. La pronunció el sacerdote milanés Mario Zaninelli, presidente de la Thomas Merton Society de Italia. 

Escuchándolo, recordé mi primer encuentro con este monje inspirador y un tanto transgresor. Fue el año 1980, cuando un compañero mío  filipino, estudiante de teología como yo, me regaló el libro Seeds of Contemplation (Semillas de contemplación), escrito por Merton. Todavía lo conservo en mi biblioteca personal. Habían pasado solo doce años desde la muerte de Merton en Bangkok mientras participaba en una conferencia monástica, pero su fama había decrecido. La herida que tenía en la parte posterior de la cabeza y el hecho de que, a pesar de las circunstancias, no se le practicara la autopsia, alimentaron todo tipo de conjeturas acerca de la verdadera causa de su óbito. Parece que murió electrocutado con un ventilador en la casita que habitaba, o a causa de un infarto fulminante, pero no faltan quienes piensan que fue asesinado por agentes de la CIA porque era una voz contraria a la intervención estadounidense en Vietnam. Sea como fuere, su voz, que había sido muy escuchada en los años 50 y 60 (algunos de sus libros fueron best-sellers en los Estados Unidos y muchos veteranos de la guerra se hicieron monjes debido a su fama), comenzó a apagarse. O quizás fue deliberadamente silenciada por las circunstancias de su muerte y por su enamoramiento de una de las enfermeras que lo cuidaba mientras estuvo enfermo. Lo cierto es que Merton entró en un periodo de hibernación del que, poco a poco, está saliendo.

Uno de los principales responsables de la recuperación de la figura de Merton es el papa Francisco. En su famoso discurso al Congreso de los Estados Unidos, en septiembre de 2015, el papa Francisco propuso a los ciudadanos de ese país cuatro modelos inspiradores: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y… Thomas Merton. De este último, trazó un retrato en pocas palabras: “Merton fue sobre todo un hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones”. Solo se comprende bien el alcance de este perfil cuando se conoce la agitada biografía de Merton, que murió con solo 53 años. Merece la pena leer su libro más famoso: La montaña de los siete círculos (The Seven Storey Mountain), publicado en 1948 y traducido a una treintena de lenguas. Es su autobiografía, publicada un año antes de su ordenación sacerdotal. No es fácil resumir una vida tan intensa como la suya. Basta decir que nació en Prades (Francia), de padre neozelandés y madre estadounidense, ambos artistas y un tanto extravagantes. Vivió en Francia, Inglaterra, Italia y, sobre todo, en los Estados Unidos. Se doctoró en Literatura inglesa en la Universidad de Columbia. En 1938 se convirtió al catolicismo. Tres años más tarde, entró en la abadía trapense de Gethsemani, en el estado de Kentuchy. Fue maestro de novicios y estudiantes, eremita, contemplativo, activista social, pacifista, enamorado del diálogo interreligioso, poeta, conferenciante y prolífico escritor. Murió en Bangkok, la capital de Tailandia. Su salud precaria y su genio indómito ponen el contrapunto a una figura que gozó de enorme popularidad después de la segunda guerra mundial.

¿Por qué Thomas Merton puede ser una figura inspiradora hoy? ¡Por el coraje de vivir de pie! ¿Por haberse atrevido a ser él mismo! ¡Por no sucumbir –como estamos haciéndolo hoy– a lo política o eclesiásticamente correcto!  Fue un contemplativo. Su profunda experiencia de Dios lo hizo un ser libre, sin que esto suponga necesariamente una gran perfección moral. De hecho, quienes vivían con él acusaban las consecuencias negativas de su carácter y de sus manías. Se atrevió a desnudar su alma sin disfrazarla demasiado con los ropajes de la piedad. Le enseñó al hombre moderno a no esconder sus fragilidades. Más aún: a descubrir a Dios en las propias heridas. Y –esto me llama particularmente la atención– tuvo la experiencia mística de descubrir que todo ser humano, sin excepción alguna, es siempre un hermano o una hermana. En línea con Emmanuel Lévinas, fue muy consciente de que el rostro humano es la ventana por la que accedemos a lo divino. Esto le hizo ver en cada hombre o mujer a una persona. Fue más allá de las etiquetas raciales, sociales y religiosas con las que nos distanciamos de quienes no son de nuestra cuerda. En fin, Thomas Merton puede inspirar un nuevo modo de situarnos en las sociedades interétnicas, multiculturales y plurirreligiosas. Por eso lo evoco hoy en este rincón.


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