Hace años se hizo famosa en España una serie televisiva llamada Amar en tiempos revueltos. Estaba ambientada en la guerra civil (1936-1939) y en
los primeros años del franquismo. A pesar de todos los problemas sociales y políticos que se vivían entonces,
seguían urdiéndose historias de amor. El título me
viene como anillo al dedo para describir el momento eclesial que estamos
viviendo. Solo tengo que cambiar el verbo amar
por el verbo creer. No está
resultando nada fácil creer en tiempos revueltos como los actuales. Estamos
atravesando un largo desierto de purificación. O, si se prefiere, estamos navegando en un mar proceloso, con olas que amenazan la estabilidad de la barca. Debemos preguntarnos por qué se agita el mar y qué debemos hacer.
El entusiasmo de la JMJ en
Panamá nos hace sentirnos jóvenes
durante unos días. Es saludable y entusiasmante, pero no podemos olvidar la crisis
de fondo que estamos padeciendo. A partir de mañana, por ejemplo, estará disponible en la
plataforma Netflix la miniserie Examen
de conciencia, un documental sobre los abusos sexuales en la
Iglesia española. Es solo un botón de muestra. Raro es el día en que no saltan noticias sobre este asunto,
hasta el punto de que toda la clase sacerdotal está touchée. ¿Cuántas personas han sido dañadas por los abusos sexuales de clérigos y religiosos? ¿Cuántas
han perdido la confianza en la Iglesia, quizá para siempre? No es fácil para un creyente caminar
con la cabeza alta, y mucho menos para un sacerdote o religioso. Da la
impresión de que somos miembros de una organización hipócrita y corrupta en la que nada es
lo que parece. La credibilidad de la Iglesia está por los suelos. De poco sirve esconder la cabeza o aducir todo lo bueno que ofrece, que es muchísimo. Ahora es tiempo de humildad, verdad, justicia, sanación y prevención.
No es la primera
vez que la Iglesia se ve sometida a fuertes sacudidas. Por desgracia, su multisecular historia
está llena de escándalos, crisis y rupturas. Viviendo en Roma, es más fácil tocar casi con las manos esta historia hermosa y ambigua. Lo que ocurre es que ahora la información
está al alcance de muchos y adquiere en pocos segundos una difusión
planetaria. Esto sí es completamente nuevo. De este modo, la Iglesia aparece a los ojos de la mayoría, sobre todo de los jóvenes, como “la
casa de los líos”. Los hechos locales se convierten en mundiales. Las
diferencias de opinión adquieren casi el carácter de cismas por la fuerza con
que los medios de comunicación las difunden y promueven. Es lógico que, ante tantos
temas
calientes, muchos se pregunten hacia
dónde va la Iglesia. Algunos intelectuales, periodistas y hombres de Iglesia
culpan al papa Francisco de lo que ellos consideran una deriva progresista, masónica
e incluso herética. Anhelan que este pontificado termine pronto y venga un
nuevo papa que barra la suciedad acumulada y ponga orden. En algunos casos, se trata de análisis finos, bien
fundamentados, aunque a veces casi crueles. Pero, en la mayoría, no pasan de ser exabruptos
que exhiben una vergonzosa ignorancia bíblica, histórica y teológica rayana en el fundamentalismo.
Otras
personas creen que “cuanto peor, mejor”. Esperan que se descomponga pronto esta
Iglesia que ellos consideran misógina, clerical, corrupta y atrasada, para que
de sus cenizas surja una comunidad auténtica, vigorosa y profética. O para que desaparezca del todo. Creo que la
mayoría de nosotros no nos alistamos en ningún bando. A veces, puede ser debido
a nuestra ignorancia de la realidad, a nuestra confusión o incluso a nuestra pereza intelectual y volitiva. Pero
lo más probable es que un sexto sentido –sí, el famoso sensus fidelium– nos diga que ambos bandos deforman la realidad
según sus intereses y que, por tanto, no están movidos por el Espíritu Santo, aunque
usen una terminología muy espiritual y regenaradora (de cuño conservador o progresista, según
los casos). Anhelamos una purificación a fondo, pero no al estilo de Juan el Bautista, sino de Jesús.
¿Qué hacer
entonces? ¿Cómo seguir creyendo en tiempos tan revueltos como los que vivimos? ¿Cómo
llamar a las cosas por su nombre, sin falsas justificaciones, y, a la vez,
mantener la confianza en una comunidad que nos ha defraudado tantas veces y
que, sin embargo, es nuestra madre? Me parece que la única vía es fijar
nuestros ojos en el centro de la fe y no en su periferia. Y, desde el centro, dar valor y sentido a cada cosa. No creemos en la
Iglesia (credo ecclesiam) del mismo
modo que creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu (credo in Deum). El latín viene en nuestra ayuda para traducir en
palabras una experiencia inefable: la diferencia entre el objeto de la fe (solo Dios) y la mediación histórica (la Iglesia). Esto nos permitirá mantener fija la brújula de
la fe por más que la barca eclesial parezca que puede zozobrar de un momento a
otro. Y nos permitirá también denunciar, corregir, hacer justicia, sanar, acompañar y enderezar el rumbo.
En momentos convulsos no
necesitamos muchas personas que griten (hoy abundan en demasía), sino unos pocos que, con mano vigorosa,
empuñen el timón en la dirección señalada por la brújula. En otras palabras,
necesitamos personas lúcidas, fieles y misericordiosas. Solo los santos nos salvan de la
confusión y la traición. Si, además de buenos son inteligentes, entonces nos ayudarán a
discernir con paz las señales del Espíritu y a buscar soluciones nuevas a problemas viejos. Los próximos serán años de travesía difícil por
un mar proceloso, habrá que hacer cambios significativos en la vida de la Iglesia, pero la barca seguirá
su rumbo. No es solo tarea nuestra. Sí, es posible creer en tiempos revueltos. Es más, la fe se acrisola precisamente en tiempos como los que ahora vivimos. Cae la ganga, permanece el oro. ¿Ha habido alguna época de
bonanza absoluta? ¿Alguien conoce alguna comunidad exenta de problemas?
Gracias, Gonzalo, por tocar un punto tan sensible.
ResponderEliminarMe permito remitir a un texto de K. Rahner, en el Curso fundamental sobre la fe, sección 7ª (Iglesia), apartado 8 ("El cristiano en la vida de la Iglesia"). Allí escribe, pensando probablemente en la historia de Alemania del segundo cuarto del s. XX:
"Así como el amor a la propia madre, al propio padre, a la propia situación histórica concreta, a la misión y la tarea histórica del propio pueblo puede sin más ir de consuno y hasta debe ir de consuno con una sinceridad absolutamente sobria y objetiva que ve la finitud y la problemática de la propia casa paterna, que reconoce los lados pavorosos de la historia del propio pueblo, que reconoce la problemática también del espíritu, del espíritu de Occidente, así con el símbolo apostólico podemos y debemos confesar la Iglesia santa, la Iglesia católica. Precisamente por eso estamos obligados a ver a la Iglesia en su concretez, en su carácter limitado, en el peso de su historia, en todos sus atrasos, quizá también en sus desarrollos equivocados y así estamos obligados a aceptar sin reservas esta Iglesia concreta como espacio de nuestra existencia cristiana: con humildad, con sobriedad y con ánimo, con un amor real y efectivo por esta Iglesia y con la prontitud para llevar su peso con nuestra vida y para no añadir al peso de esta Iglesia la debilidad de nuestro testimonio".