No sé si todos los amigos de “El Rincón de Gundisalvus” saben qué es Taizé. Pensando, sobre todo, en los no europeos, trazaré una breve
silueta. Taizé es una pequeña aldea en el este de Francia, que da nombre a una
comunidad monástica formada por monjes de diversas confesiones cristianas:
católicos, protestantes y ortodoxos. Surgió en plena Segunda Guerra Mundial por
iniciativa del hermano Roger Schutz, un protestante suizo que emigró a la
pequeña aldea francesa. Desde entonces ha ido creciendo en número de miembros y,
sobre todo, se ha convertido en un foco de atracción de jóvenes de todo
el mundo. Taizé es, por encima, de todo, una parábola de comunión, un modo
concreto de visibilizar una Iglesia unidad al servicio de la fe en el corazón
de una Europa que no sabe bien quién es, de dónde viene y adónde va. A veces,
en plan de broma, me he permitido decir que han hecho más por la unión de los
pueblos y confesiones de Europa la compañía aérea Ryanair (con sus innumerables
vuelos baratos), el programa Erasmus y la comunidad ecuménica de Taizé (con sus encuentros
abiertos los jóvenes europeos) que todas
las instituciones de la Unión Europea. Dejando a un lado esta hipérbole, lo
cierto es que Taizé lleva varias décadas ayudando a los jóvenes a encontrarse
consigo mismos en el encuentro con Cristo y con la comunidad. No es un
movimiento y mucho menos una organización férrea. Es un lugar y un estilo
abiertos a todo el que quiera buscar y encontrar un significado a su vida.
Tuve la suerte de
viajar a Taizé en la primavera de 1980. Pasé allí la Semana Santa con un grupo
de jóvenes de la parroquia en la que estaba trabajando como joven estudiante de
teología. Han pasado más de 38 años desde aquella semana lluviosa y
desapacible. Puedo afirmar que, entre las varias experiencias que han marcado a
fuego mi itinerario de fe, el paso por Taizé fue una de ellas. Desde entonces,
siento más en el corazón el desafío del ecumenismo, la importancia de la
comunidad y un estilo de oración sencillo, hermoso y abierto a todos. De hecho,
el estilo de Taizé ha enriquecido mucho mi actividad pastoral. Por aquel
entonces –no sé si ahora la comunidad continúa con esta práctica– al final de
la misa del día de Pascua, el abad (entonces, el hermano Roger; ahora, el
alemán Alois) enviaba a algunos hermanos (generalmente de tres en tres) a vivir
durante un año la “parábola de la comunión” en algunos de los lugares más
conflictivos del planeta. Si no recuerdo mal, aquel año unos fueron enviados a
Soweto (Sudáfrica) y otros a Nicaragua. Era una forma concreta de expresar la
pasión por la unidad y la reconciliación. Donde se vive el don de la unidad, se
irradia a otros. No sé cuántos miles (millones) de jóvenes habrán pasado por
Taizé a lo largo de más de medio siglo. Estoy seguro de que para la mayoría
habrá sido una experiencia imborrable. Las semillas plantadas acabarán
produciendo fruto, aunque a veces pasen años en los que solo crecen hacia
abajo.
Si hoy hablo de
Taizé es porque del 28 de diciembre al 2 de enero se está celebrando en Madrid
el Encuentro Europeo. Cada año se tiene este tipo de encuentro en una gran
ciudad europea. Es una forma de despedir el año que termina y abrirse al año
nuevo. Es, si se quiere, una macrofiesta juvenil, pero no al estilo de las que
se organizan estos días para bailar y beber, sino para celebrar la alegría de
la fe y del encuentro. Los jóvenes que vienen de los distintos países son
acogidos en parroquias, comunidades religiosas y familias de la ciudad. Se
produce un intercambio que derriba los muros de los prejuicios y crea lazos de
fraternidad. Para ser sinceros, no siempre las parroquias y las familias se
muestran muy favorables a la acogida. Un encuentro de este tipo altera las
rutinas, crea problemas logísticos y obliga a salir de la “zona de comodidad”
en la que todos estamos afincados. Una vez superados los recelos iniciales, el
resultado suele ser una bocanada de aire fresco, un nuevo modo de vivir la fe.
Espero que la experiencia madrileña, en la que me hubiera gustado participar,
constituya un estímulo para los cristianos de esta gran ciudad y abra nuevos
cauces para una evangelización más sencilla, alegre y abierta. Caminos hay,
hace falta transitarlos sin miedo, superando los capillismos y abriéndonos
siempre a sueños de largo alcance.
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