Durante los últimos días los medios de comunicación social han presentado balances del año que termina. Es una tradición. También se hace en ambientes eclesiales. Nos gusta recordar los acontecimientos más relevantes
y a los famosos fallecidos durante el año. Es una forma de hacer historia, de
tomar conciencia del camino recorrido y de extraer algunas lecciones que nos
ayuden a abordar con más sabiduría la nueva etapa. ¿Cómo despide un cristiano
el año viejo? He titulado la entrada de hoy “¡Adiós a 2018!”. La palabra adiós es, en realidad, una apócope de la
expresión “A Dios te encomiendo”. Lo
que un cristiano hace es “encomendar” o “entregar” a Dios el tiempo, las
acciones y las omisiones. No podemos cargar con el peso de la historia porque,
aunque somos sus protagonistas, no nos pertenece del todo. Entregar lo vivido a Dios
convierte el año 2018 en materia eucarística. Nosotros le presentamos “el fruto de la tierra y el trabajo del
hombre” para que él transforme todo en el Cuerpo de su Hijo. De esta manera,
podemos fijar nuestros ojos en el año que empieza, agradecidos por lo vivido,
pero sin nostalgias excesivas y sin el peso de una responsabilidad que nos
trasciende.
Como todos los
años, dentro de unas horas comenzarán a desfilar las imágenes de las diversas
celebraciones. Todo comienza en Nueva Zelanda y Australia y se va extendiendo como
un tsunami pacífico por Asia, Europa y
África hasta morir en América. Abundan las luces, los fuegos artificiales, las
macrofiestas y otras múltiples tradiciones locales que los humanos inventamos
para creer que somos dueños del tiempo cuando, en realidad, somos llevados por
él. Estas ficciones y excesos hacen más tolerable el carácter efímero de
nuestra existencia terrestre. O quizá son un símbolo que apunta a nuestra
vocación celeste. Pasamos por esta vida como peregrinos. Cada año que pasa
estamos más cerca de la meta, de la patria definitiva. Lo que para unos constituye
un motivo de tristeza (la vida terrena se va acortando), para otros es un canto
de esperanza (la vida celeste se aproxima).
Ayer domingo, fiesta de
la Sagrada Familia, viví una tarde hermosa. La plaza mayor de mi pueblo natal
se convirtió por unas horas en remedo de Belén (aunque, a la entrada del
recinto, figuraba un letrero que decía Nazaret). Niños, jóvenes, adultos y
ancianos nos dimos cita en ese espacio popular mientras por la megafonía
sonaban los villancicos tradicionales y otros de factura moderna, muy rítmicos
y bailables. La fachada de la iglesia se convirtió en una enorme pantalla de
piedra sobre la que se proyectaban estrellas, mientras en el atrio de entrada,
rodeados por pacas de paja, María, José y el Niño acogían a los visitantes. Como
en todo belén que se precie, había una carpintería en la que algunos adolescentes,
ataviados de época, manejaban con soltura la sierra y la garlopa. Seguía la
fragua, con su fogón y su yunque de verdad. Mis sobrinos pequeños atendían con
otros amiguitos la panadería. Con gracejo distribuían entre los peregrinos
trocitos de bizcocho, que se acabaron pronto ante el exceso de demanda. No
faltaban el molino, el aprisco con ovejas y cabras de verdad, la posada (en la
que distribuían caldo y chocolate caliente), la oficina del escribano (que escribía
cartas para los Reyes Magos), el castillo del procurador romano custodiado por
dos soldados ataviados como exige el guion y otros rincones llenos de encanto
en torno al pino colocado en el centro de la plaza. Durante más de tres horas
(entre las 5 y las 8 de la tarde), Belén/Nazaret se convirtió en un verdadero “punto
de encuentro” en el que vecinos y visitantes pudieron conversar, saborear algunos
productos, cantar villancicos y, sobre todo experimentar lo más genuino de la
Navidad: el amor que vence las barreras de las ideologías, edades, rencillas y
soledades. Mereció la pena despedir el año de una manera tan popular y
entrañable.
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