Sé que en muchos países hay un debate constante acerca de si la enseñanza de la religión (o de las religiones) debe formar parte del currículo académico, al menos en la educación primaria y
secundaria. Se multiplican los argumentos a favor y en contra. Personalmente,
no tengo ninguna duda de que el conocimiento del hecho religioso, en sus
múltiples manifestaciones, debe formar parte de una educación integral. La ignorancia
en este campo es fuente de muchos prejuicios y malentendidos y dificulta la
sana convivencia en las sociedades pluralistas. Pero hoy no quiero escribir
sobre este asunto, sino sobre si se debe criar a los hijos como religiosos.
También este es un tema muy controvertido. Las posturas extremas me
parecen prescindibles. No es realista pensar que los padres deban hacer tabula rasa de la dimensión religiosa
del ser humano a la espera de que el hijo o la hija, una vez alcanzada la mayoría
de edad, tomen sus propias decisiones. Pero tampoco comparto la postura de
quienes quieren que sus hijos “porque lo mando yo” sigan las orientaciones
religiosas de sus padres, como si se tratara de una orden o casi de un castigo.
Creo que en este terreno la psicología evolutiva tiene mucho que
enseñarnos. Se han hecho muchos estudios sobre la evolución
religiosa de los niños. El niño es muy sensible a la dimensión de la trascendencia,
mucho más de lo que los adultos solemos pensar. Los padres deben acompañar el
crecimiento de esta sensibilidad compartiendo con él o con ella su propia
experiencia y sus maneras (morales y litúrgicas) de expresarla. Esto no
significa “obligar” a nada, sino simplemente proporcionar aquellas referencias
esenciales que el niño necesita para ir creciendo en libertad. Llegará un día
en el que él o ella tomen sus propias opciones, pero no desde una imposible neutralidad, sino desde un
campo experiencial que es la base sobre la que se asienta el ejercicio de la
libertad. Cuando no se fomenta la libertad se producen efectos paradójicos.
Conozco ateos que provienen de familias católicas “a marcha martillo” y
cristianos educados en familias ateas. Cuando la fe o la no-fe se viven como
una imposición externa y arbitraria, lo más normal es que se produzca una fuerte reacción en
sentido contrario. Se suele decir también que muchos colegios católicos han
sido –no sé si también lo son en el presente– verdaderas fábricas de agnósticos y
ateos por su manera simplista y a veces coercitiva de presentar la fe
cristiana.
Sí, creo que los padres deben compartir con los hijos su propia
experiencia religiosa, tratando de mostrar su belleza y racionalidad. Pero difícilmente
se puede realizar esta tarea cuando ellos mismos –los padres– no viven su fe de
esta manera, no han experimentado en carne propia lo hermoso que es creer y la armonía
que la fe proporciona para una interpretación del mundo con sentido. ¿Qué decir
de las actitudes y comportamientos? Es absurdo que los padres inviten –u obliguen–
a sus hijos a orar o participar en la Eucaristía dominical, por ejemplo, cuando
ellos mismos no lo hacen. No tiene mucho sentido educar en la verdad cuando los
padres practican la mentira o la doblez. De nada sirve frecuentar mucho la
iglesia si luego se vive “como si Dios no existiera”, con criterios puramente a
ras de tierra, basados en la competitividad, la envidia o el egoísmo. Lo que más ayuda a los hijos a madurar en su experiencia
religiosa no son los discursos de sus progenitores –por sensatos que parezcan–
sino el ejemplo de una vida que, dentro de sus limitaciones, trata de ser
coherente con la fe en la que se inspira. Los niños son capaces de entender las
debilidades de sus padres; lo que nunca toleran es su falta de autenticidad, su
hipocresía. Este principio, que es válido para todos los valores, adquiere un
significado especial cuando se refiere a la educación religiosa. Quizás aquí encontramos
la clave de muchas frustraciones y reacciones agresivas.
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