La etapa de mi formación filosófico-teológica me volvió muy crítico. Sacarle punta a todo parecía la
cumbre de la inteligencia. La ironía, y hasta en ocasiones el sarcasmo, eran los registros que indicaban agudeza mental y capacidad para la polémica. Los diversos “maestros de la sospecha” (no solo Marx, Freud y Nietzsche) nos enseñaron a ver
ocultas intenciones en todo lo que hacemos los seres humanos. Sí, fulano de tal
parece muy bueno, pero seguro que obedece a una necesidad compulsiva de
autoafirmación. El otro dice luchar por los pobres, pero lo más probable es que
se esté dejando dominar por la ideología. Ese texto de la Escritura parece decir
una cosa, pero, en realidad, si le aplicamos el método histórico-crítico, quiere
decir otra muy distinta. Y en este plan. No reniego de la formación crítica. Ayuda
a separar el trigo de la paja, a no dejarse dar gato por liebre, a procurar ser
racional y objetivo, pero… siempre hay un pero. En este caso, el exceso de crítica
conduce a una visión deformada de la realidad, muy dualista y excluyente. Privilegia la sospecha sobre la
confianza, previene contra el entusiasmo y hace que uno avance por la vida con un
pie sobre el freno para evitar derrapes innecesarios. También en la sociedad actual percibo un exceso de crítica y, al mismo tiempo, una indiferencia generalizada. Da la impresión de que nada está bien.
Desconfiamos de los políticos y sindicalistas, vapuleamos a los obispos y a los curas, sacudimos a los
banqueros y empresarios, despotricamos contra los periodistas y los creadores de opinión y disparamos contra todo el que se mueva en la foto. No dejamos
títere con cabeza. Nos parece que este es el modo mejor de prevenirnos contra
las manipulaciones y engaños de los más fuertes. Es probable que sea así, pero
pagamos un precio demasiado alto por este exceso de celo vigilante.
A medida que pasa el
tiempo, herido en algunas batallas vitales, cada vez admiro más a las personas
que, sin renunciar a su capacidad crítica, saben ver el fondo de bondad que hay
en todo ser humano. Sé que éste es un tema recurrente en mi blog. De hecho, hace más de dos años escribí sobre la
inteligencia de los buenos y hace solo un par de meses tracé una breve apología
de las personas buenas. Siento necesidad de volver sobre este asunto
tras haber celebrado ayer la conmemoración de los difuntos. ¿Qué sentido tiene
amargarnos la vida poniendo el acento en lo que funciona mal o en lo que falta
cuando tenemos tantas cosas que agradecer? ¿Cómo discurriría la vida familiar,
comunitaria y social si nos fijáramos en lo que funciona bien y tratáramos de potenciarlo?
¿Qué energía se produciría cuando se conectan varias personas que viven desde
esta clave, que han aprendido a mirar con otros ojos? Es muy probable que esté influido
por mi estudio del método de Indagación
Apreciativa (IA), pero creo que la verdadera razón para este
enfoque me nace de la fe cristiana. ¿Cómo mira Dios la realidad del mundo?
¿Cómo contempla la vida de cada uno de nosotros? Dios mira con los ojos del amor: Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo (Jn 13,1). Esta es la razón última de la mirada positiva sobre la realidad.
Detrás de una persona agresiva
se esconde, con frecuencia, una persona herida, alguien que no ha aprendido a
valorarse. ¿Qué pasaría si, en vez de relacionarnos con ella desde la
agresividad, procurásemos descubrir lo bueno que atesora? Admiro mucho a las
personas que tienen esta capacidad de descubrir como por instinto lo mejor que
hay en cada ser humano. Sin caer en la adulación, lo ponen de relieve, lo
agradecen y lo potencian. Hace más por la transformación de la sociedad una
persona que tiene este don que veinte que se dedican solo a señalar con el dedo
acusador lo que está mal o lo que no funciona según sus deseos. Necesitamos menos
fiscales y más abogados defensores. Jesús nos ha invitado en repetidas
ocasiones a no juzgar (cf. Lc 6,37), a no ver la mota en el ojo ajeno olvidando que en el
nuestro se esconde una gran viga. Necesitamos poner de moda la mirada positiva,
no la inquisitorial. Necesitamos más ternura y menos juicios sumarísimos. Necesitamos
no mirar a los demás como enemigos sino como hermanos, miembros de una sola
familia humana. No importa que el otro sea de diferente etnia, religión, clase
social, partido político, orientación sexual, país, cultura o edad. Todo ser
humano puede ser mirado con ojos de aceptación incondicional, aunque no siempre
sus obras sean irreprochables. ¡Lástima que tardemos mucho tiempo en llegar a
este grado de comprensión! Nunca es demasiado tarde.
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