El título de la entrada de hoy lo tomo prestado del libro
del sociólogo jesuita José María Rodríguez Olaizola. Creo que va ya por la
séptima edición. En una entrevista a un medio digital, el autor confiesa
que su libro está teniendo éxito porque conecta con una situación que, de una
manera u otra, todos vivimos. No lo he leído, así que no puedo referirme
explícitamente a él, pero reconozco que el tema que aborda –la soledad– ha formado
parte de mi reflexión teológica desde hace años. La soledad es algo inherente
al ser humano. En cada etapa de la vida reviste formas distintas. No es lo mismo
la soledad del adolescente que se refugia en su cuarto con los cascos de música
calados en las orejas mientras se pregunta quién es y para quién vive, que la soledad de la esposa maltratada por el marido o la
del enfermo que nota que nadie se hace cargo de su cruz porque cada uno va a lo suyo. Están solos de manera
distinta los niños sin padres y los ancianos relegados por sus hijos. Una es la
soledad del célibe que añora una relación y otra la del cónyuge que se siente
lejos estando muy cerca. Hay soledades buscadas, anheladas, y soledades
impuestas, sobrevenidas. Las primeras nos preparan para un encuentro con nuestro
yo más profundo; las segundas pueden ser la antesala del infierno. Al primer
tipo de soledad los ingleses lo llaman solitude;
al segundo loneliness. Nosotros
aplicamos el mismo término a estados del alma muy diversos. Esta pobreza
semántica puede emponzoñar un poco el discernimiento. A veces, cuando decimos Estoy solo no sabemos bien qué queremos decir. La misma frase la dice un contemplativo sereno y una persona desesperada.
Tengo la
impresión de que nunca hemos estado más solos que en esta época de tantas comunicaciones.
Media hora de conversación amigable no se puede comparar con cien guasaps entrecortados. El problema no
reside en la cantidad de contactos que establecemos, sino en la calidad de los
mismos. Hay contactos puramente funcionales. Nos sirven para intercambiar
avisos, informaciones y banalidades. Cumplen su función. Pero los que
verdaderamente nos construyen como seres humanos son los contactos personales,
aquellos en los que las palabras, miradas y silencios van dando cuerpo a una
relación. Si abundan los primeros, pero escasean los segundos, es probable que
la soledad dañina vaya apoderándose de nosotros hasta dejarnos en un estadio de
orfandad. Esta soledad dañina se hace más cruel en medio de los ruidos
ambientales que en el silencio del propio hogar. ¿Cómo se puede bailar con esta
soledad que nos carcome el alma? ¿Cómo experimentar que nuestra vida le importa
a alguien, que no estamos dejados de la mano de Dios? He oído decir –no sé con qué
fundamento científico– que la enfermedad que más ancianos mata es la soledad. Y
por desgracia, aunque vaya aumentando lentamente la expectativa de vida en nuestras sociedades occidentales,
aumenta también el número de ancianos que viven solos.
Si es verdad que
la soledad dañina (el aislamiento) mata, es más verdad todavía que la soledad
fecunda (la soledad habitada) nos construye por dentro. Como misionero, paso
muchas horas rodeado de gente. He tenido infinidad de conversaciones y
encuentros maravillosos a lo largo de mi vida, pero he experimentado también el
zarpazo de la soledad dañina en algunas ocasiones y, con mucha más frecuencia, la belleza de la
soledad fecunda. En los momentos de oración y de estudio, en las muchas horas de viajes, en los paseos por el bosque (a los que soy muy aficionado), he
experimentado que hay una soledad que nos pone en comunión profunda con Dios,
con la naturaleza y con las personas (incluidas las que ya han muerto). Esa
soledad es fuente de una profunda alegría porque uno, aunque esté físicamente
distante de los demás, aunque no intercambie ningún mensaje verbal, se sabe en
comunión con todos y con todo. Soledad y unión se funden en una experiencia única. Este es, sin duda, un momento místico. Con esta soledad se puede bailar una danza interminable sin riesgo de quedar
prisioneros en un solipsismo suicida. Esta soledad la necesitamos para seguir vivos y no ser esclavos de las muchas manipulaciones a las que quieren someternos. Soledad, libertad y comunión son armónicos de una experiencia inescindible.
PARA LOS AMIGOS DE “EL RINCÓN DE
GUNDISALVUS”
Cuándo: 1-3 de febrero de
2019.
Dónde: Centro La Fragua. Los Negrales (Madrid). La
capacidad máxima de la casa es de 20 personas en habitaciones individuales.
Quiénes: Amigos de “El
Rincón de Gundisalvus”.
Inscripciones: Los interesados
pueden escribir a gonfersa@hotmail.com.
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