A veces, los lectores del Rincón dejan algún comentario sobre las entradas que publico. Lo hacen en el blog mismo o, con más frecuencia, en mi cuenta de Facebook. Ayer, como reacción a la entrada en la que escribía sobre la diferencia entre tradiciones humanas y Palabra de Dios, un lector amigo escribió esto: “Entonces, lo del sexo antes del matrimonio, ¿es palabra de Dios o no es palabra de Dios?”. Reconozco que me sorprendió la pregunta porque, a primera vista, no tenía mucho que ver con el tema propuesto en el Evangelio, pero luego comprendí que era bastante pertinente. Al fin y al cabo, en la lista de las doce acciones negativas que salen del corazón humano, Jesús se refiere también a la fornicación. Sobre ella, el Catecismo de la Iglesia Católica dice lo siguiente: “La fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente ordenada al bien de los esposos, así como a la generación y educación de los hijos. Además, es un escándalo grave cuando hay de por medio corrupción de menores” (n. 2353). Sé que esta visión de las cosas contrasta con lo que hoy estamos viviendo. A la pregunta de mi amigo, podría responder diciendo que hoy muchos jóvenes mantienen relaciones sexuales antes del matrimonio y no se preguntan si es moralmente lícito o no. Muchos ni siquiera consideran el matrimonio como una meta, así que no hay propiamente un “antes” o un “después”. Pero no quiero ir de estupendo por la vida. Ofrezco con libertad y humildad mi punto de vista, consciente de que en este asunto voy claramente a contracorriente de lo que hoy se considera normal. Estoy seguro de que algunos de mis amigos no estarán de acuerdo y hasta se sentirán un poco incómodos. Lo comprendo. Espero, no obstante, que nuestra amistad no se vea dañada por ello y que estas notas les ayuden a reflexionar sobre un tema que pocas veces se aborda en profundidad. También aquí la moda nos esclaviza.
Me parece evidente que, tras épocas de fuerte represión sexual, hoy estamos viviendo una especie de hipersexualización. Por decirlo de manera caricaturesca, antes todo era pecado en materia de sexualidad; ahora, nada lo es. Es evidente que falta un punto de equilibrio. En este contexto, es difícil entender y vivir la virtud humana y cristiana de la castidad. El Catecismo la presenta así: “La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer” (n. 2337). Las relaciones sexuales se conciben como la expresión de una relación plena que tiene lugar en el matrimonio; es decir, en la relación entre un hombre y una mujer caracterizada por un amor personal (se trata de dos personas que libremente se aceptan y se quieren), fiel (se trata de una relación que cultiva cada día el amor sin fecha de caducidad) y fecundo (abierto a los hijos que responsablemente puedan nacer). Un amor así refleja con belleza lo que Dios es. El matrimonio no es -como se suele decir con desdén- una mera cuestión de papeles. Es una forma original de relaciones humanas, que tiene también una evidente dimensión social y, en el caso de los creyentes, eclesial. No es solo cuestión de dos, por más que ellos constituyan el núcleo.
Desde esta concepción del matrimonio, se entiende mejor que “la sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer. En el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual. Entre bautizados, los vínculos del matrimonio están santificados por el sacramento” (Catecismo, 2360). ¿Cómo vivir la etapa previa al matrimonio? ¿Cómo enfocar la sexualidad durante ella? También el Catecismo ofrece una orientación clara: “Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad” (Catecismo, 2350). Creo en la humanidad y belleza de este planteamiento, por más que no siempre sea fácil y que no sintonice con lo que hoy se da por descontado: que cada uno puede hacer uso de su sexualidad sin más límite que el respeto a la otra persona, como si esta forma cristiana de ver las cosas fuera una imposición extrínseca y no, más bien, una presentación del dinamismo intrínseco del amor.
Pero no quisiera limitarme a la presentación de lo que dice la doctrina oficial de la Iglesia, que, por otra parte, comparto. Quisiera añadir un par de anotaciones nacidas de mi experiencia personal de acompañamiento a jóvenes y parejas que se preparan para el matrimonio. La primera es que hay relaciones sexuales que se califican de “pre-matrimoniales” (porque la pareja no ha celebrado todavía el matrimonio por diversas razones), pero, en realidad, se dan en un contexto que es, de hecho, “matrimonial” (existe un amor personal, fiel y fecundo). No pueden ser calificadas del mismo modo que las que se practican como mero pasatiempo, sin más interés que la gratificación sexual y sin el más mínimo compromiso personal, reduciendo a la otra persona a un mero objeto de placer. Me parece que esta distinción es pertinente desde el punto de vista psicológico y moral. Por otra parte -esta es la segunda anotación- muchos de quienes en sus años de adolescencia y juventud presumen de practicar una sexualidad ilimitada (que aparece a los ojos de algunas personas como una especie de trofeo), pasados unos años, cuando hacen balance de esa etapa, reconocen que fue un signo de inmadurez que, a menudo, ha condicionado negativamente las posteriores relaciones. Lo que parecía un “entrenamiento” para un amor más maduro se ha revelado, por paradójico que resulte, un obstáculo. La trivialización de la sexualidad los ha hecho inmaduros para una relación adulta, responsable y satisfactoria. En este terreno, como en todos los que tienen que ver con la vida, es más sensato aprender de la experiencia humana (leída con profundidad) que dejarse llevar por los eslóganes de moda, por más machacones y progresistas que parezcan.
Me parece evidente que, tras épocas de fuerte represión sexual, hoy estamos viviendo una especie de hipersexualización. Por decirlo de manera caricaturesca, antes todo era pecado en materia de sexualidad; ahora, nada lo es. Es evidente que falta un punto de equilibrio. En este contexto, es difícil entender y vivir la virtud humana y cristiana de la castidad. El Catecismo la presenta así: “La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer” (n. 2337). Las relaciones sexuales se conciben como la expresión de una relación plena que tiene lugar en el matrimonio; es decir, en la relación entre un hombre y una mujer caracterizada por un amor personal (se trata de dos personas que libremente se aceptan y se quieren), fiel (se trata de una relación que cultiva cada día el amor sin fecha de caducidad) y fecundo (abierto a los hijos que responsablemente puedan nacer). Un amor así refleja con belleza lo que Dios es. El matrimonio no es -como se suele decir con desdén- una mera cuestión de papeles. Es una forma original de relaciones humanas, que tiene también una evidente dimensión social y, en el caso de los creyentes, eclesial. No es solo cuestión de dos, por más que ellos constituyan el núcleo.
Desde esta concepción del matrimonio, se entiende mejor que “la sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer. En el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual. Entre bautizados, los vínculos del matrimonio están santificados por el sacramento” (Catecismo, 2360). ¿Cómo vivir la etapa previa al matrimonio? ¿Cómo enfocar la sexualidad durante ella? También el Catecismo ofrece una orientación clara: “Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad” (Catecismo, 2350). Creo en la humanidad y belleza de este planteamiento, por más que no siempre sea fácil y que no sintonice con lo que hoy se da por descontado: que cada uno puede hacer uso de su sexualidad sin más límite que el respeto a la otra persona, como si esta forma cristiana de ver las cosas fuera una imposición extrínseca y no, más bien, una presentación del dinamismo intrínseco del amor.
Pero no quisiera limitarme a la presentación de lo que dice la doctrina oficial de la Iglesia, que, por otra parte, comparto. Quisiera añadir un par de anotaciones nacidas de mi experiencia personal de acompañamiento a jóvenes y parejas que se preparan para el matrimonio. La primera es que hay relaciones sexuales que se califican de “pre-matrimoniales” (porque la pareja no ha celebrado todavía el matrimonio por diversas razones), pero, en realidad, se dan en un contexto que es, de hecho, “matrimonial” (existe un amor personal, fiel y fecundo). No pueden ser calificadas del mismo modo que las que se practican como mero pasatiempo, sin más interés que la gratificación sexual y sin el más mínimo compromiso personal, reduciendo a la otra persona a un mero objeto de placer. Me parece que esta distinción es pertinente desde el punto de vista psicológico y moral. Por otra parte -esta es la segunda anotación- muchos de quienes en sus años de adolescencia y juventud presumen de practicar una sexualidad ilimitada (que aparece a los ojos de algunas personas como una especie de trofeo), pasados unos años, cuando hacen balance de esa etapa, reconocen que fue un signo de inmadurez que, a menudo, ha condicionado negativamente las posteriores relaciones. Lo que parecía un “entrenamiento” para un amor más maduro se ha revelado, por paradójico que resulte, un obstáculo. La trivialización de la sexualidad los ha hecho inmaduros para una relación adulta, responsable y satisfactoria. En este terreno, como en todos los que tienen que ver con la vida, es más sensato aprender de la experiencia humana (leída con profundidad) que dejarse llevar por los eslóganes de moda, por más machacones y progresistas que parezcan.
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