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domingo, 30 de septiembre de 2018

Discípulos, no fanáticos

En algunos grupos humanos (familiares, políticos, económicos, deportivos y hasta religiosos) se establece una separación neta entre “los nuestros” (o sea, la gente del propio grupo) y “ellos” o “los otros”. Conozco más de una congregación religiosa que siempre se refiere con un indisimulado orgullo a los propios miembros como “los nuestros”. En algunos lugares, la gente hace también una clara distinción entre “los del pueblo” y “los forasteros”. Los discípulos de Jesús participaban de esta común mentalidad discriminadora. Pensaban que Jesús aprobaría su actitud de rechazo a quienes invocaban su nombre sin pertenecer al grupo de seguidores, pero −una vez más− la respuesta de Jesús los deja fuera de juego. El Maestro quiere discípulos que lo sigan libremente, no fanáticos que miren por encima del hombro a los demás. Para Jesús, el estar dentro o el estar fuera no se mide por las palabras sino por los hechos. Me parece que por aquí va el mensaje central de este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario. No puede ser más actual. La envidia, los celos y el fanatismo son enfermedades contemporáneas. Llama la atención que estos fenómenos se den también dentro de la Iglesia. No hace falta mirar muy lejos. Basta asomarse a la propia comunidad parroquial o religiosa. Como Josué en la primera lectura, toleramos mal que otros tengan sus propios dones espirituales. Los vemos como una amenaza. La respuesta del anciano Moisés es iluminadora hoy: “¿Estás celoso de mí? ¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!” (Num 11,29).

Hay sociedades muy polarizadas entre gente de derechas y de izquierdas, independentistas y unionistas, ateos y creyentes, clericales y anticlericales, taurinos y antitaurinos, nativos e inmigrantes, textiles y nudistas, veganos y omnívoros… A menudo se llega al fanatismo. Todo lo que viene de “los nuestros” es bueno, respetable y defendible. Todo lo que viene de “los otros” es malo, criticable y perseguible. Este esquema bipolar acaba con la inteligencia (porque nos impide pensar y discernir de manera objetiva) y los buenos sentimientos (porque olvida la empatía y la compasión y se deja arrastrar por el odio y la venganza). Por extraño que parezca, es, en el fondo, un fenómeno netamente mafioso. La gente de la mafia se refiere a “los suyos” como Cosa Nostra.  Nosotros y “los nuestros” nos creemos poseedores de la verdad, la bondad y la belleza y no concedemos ni siquiera unas migajas a “los otros”. Ya lo dice el dicho vulgar: “Al enemigo, ni agua”. Este fanatismo se disfraza de coherencia y de fidelidad a los principios, al grupo y a los líderes, pero, en realidad, esconde una enorme cerrazón mental y una gran inseguridad emocional. El temor a ser uno mismo y a discernir el bien del mal encuentra su refugio en la seguridad que proporcionan “los nuestros” y sus esquemas rígidos. Fidelidad no es lo mismo que rigidez. Donde hay fidelidad hay búsqueda constante de una verdad siempre mayor. 

Cuando los discípulos, por medio de Juan, informan a Jesús de que algunos que no pertenecen al grupo están echando demonios en su nombre, la respuesta de Jesús los desconcierta: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Mc 9, 43). La verdad, la bondad y la belleza no son una finca privada a la que solo tienen acceso algunos privilegiados. Creemos que el Espíritu Santo ha inundado el mundo con sus dones. El verdadero discípulo de Jesús, a diferencia del fanático, tiene un sexto sentido para detectar la presencia de estos dones en cualquier persona. Lejos de enojarse, se alegra de que así sea porque la resurrección de Jesucristo y la fuerza de su Espíritu no son propiedad privada de la Iglesia, sino “patrimonio de la humanidad”.  A más fe, más apertura a todos y a todo. A más seguimiento, más flexibilidad para entender posturas y conductas diversas. A más Jesús, más empatía con quienes tienen otras experiencias de vida y profesan otras religiones o no profesan ninguna. 

En este contexto de apertura e inclusión, llaman la atención los duros reproches que la carta de Santiago, que se lee como segunda lectura, dirige a los ricos; sobre todo, a quienes han acumulado bienes a base de defraudar a los demás: “El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros” (Sant 5,4). La riqueza injusta es también una suerte de fanatismo. Hace de los bienes materiales algo que pertenece a “los nuestros”, excluyendo a quienes no tienen acceso a ellos.


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