Me gusta conducir (o manejar, como se dice en varios países latinoamericanos). El fin de semana pasado hice unos 600 kilómetros en viaje de ida y vuelta a bordo de un viejo Peugeot 308. Salí el sábado por la mañana con lluvia. En algunos momentos los limpiaparabrisas no daban abasto para desalojar el agua que se acumulaba en el cristal delantero. Coroné el puerto de Somosierra con un tiempo más sereno. Recorrí después algunos campos de Burgos y Segovia con el sol golpeándome por la derecha. Mientras, por la radio, escuchaba el programa No es un día cualquiera de la catalana Pepa Fernández. Disfruté con una entrevista hilarante a tres cómicos un poco locos: Santiago Segura, José Mota y Florentino Fernández. Era una entrevista descaradamente promocional, pero siempre hay perlas aprovechables. El viejo Peugeot 309 escalaba los altos sin el brío de los coches nuevos. Se comportaba mejor llaneando por las rectas de Ayllón y Burgo de Osma que subiendo algunos pequeños altozanos. Mientras iba devorando los kilómetros sin superar la velocidad permitida, pensé que la conducción es una metáfora –una más– de la aventura de la vida.
Por lo general, a los jóvenes les encanta subirse a un coche y ponerse al volante. De hecho, procuran alquilar o comprarse un vehículo con sus primeros ahorros. Disfrutan poniendo el motor a tope, haciendo adelantamientos peligrosos, tomando las curvas por la izquierda y conduciendo cuatro o cinco horas sin pausa. Se sienten dueños de la máquina. Confían en sus reflejos. No temen los accidentes, ni siquiera después de haber participado en el funeral de algún amigo fallecido en la carretera. Muchos curas creen que siguen siendo jóvenes a los 60, 70 u 80 años. Recuerdo que el instructor que me enseñó a conducir me hizo una revelación que no he olvidado con el paso del tiempo: “Estoy admirado de lo rápido que suelen conducir los curas. Se ve que nadie los espera en casa”. No comment. Las personas de la mediana edad suelen moderar sus ímpetus. Disfrutan con la conducción, pero no tanto. Salvo casos aislados, ajustan la velocidad a los límites permitidos. Descansan cada dos o tres horas. Piensan en sus seres queridos. Utilizan el coche lo necesario. Las personas mayores –también aquí hay notables y a veces peligrosas excepciones– prefieren que las lleven. Se fían más de los conductores jóvenes que de ellas mismas. Son conscientes de la lentitud de sus reflejos y experimentan fatiga. En definitiva, prefieren ser conducidas a conducir. El último y definitivo viaje lo hará el chófer del coche fúnebre. Nadie estará al mando de su propio cortejo.
Se suele decir que la forma de conducir es una proyección de la forma de vivir, una especie de test para comprobar cómo somos cada uno de nosotros. Hay conductores que siempre van al límite. Traspasan las líneas continuas en los adelantamientos, superan los límites de velocidad y los miligramos de alcohol en la sangre, abusan del freno y siempre llevan el motor revolucionado por encima de lo normal. Entienden la conducción como una competición. Se sienten obligados a demostrar siempre lo peritos y arriesgados que son. Se pican con otros conductores más veloces, insultan a quienes, según ellos, han cometido alguna infracción no muy distinta de las que ellos cometen a diario, manejan el volante con una mano mientras sostienen el móvil en la otra, vociferan, gesticulan, abusan del claxon… Para quienes tienen que vérselas con ellos resulta útil una señal que he visto en algún lugar de Centroamérica: “Maneje a la defensiva”. Hay otros, por el contrario, que conducen como quien va paseando. Son tan lentos y puntillosos que exasperan al resto de los automovilistas. Da la impresión de que la carretera es solo para ellos. Los hay, en fin, que nunca usan los intermitentes, vacilan mucho en los giros, se introducen mal en las rotondas, se saltan los semáforos y casi nunca respetan los pasos de cebra.
¿No experimentamos actitudes y conductas semejantes en la vida diaria? Todos somos los conductores de nuestro propio destino. Algunos disfrutan en esta aventura; otros la toleran y muchos la sufren. Algunos se atienen a ciertas reglas; otros se complacen en saltárselas siempre que pueden. Algunos ajustan la velocidad a las condiciones de las diversas etapas vitales; otros se guían solo por su capricho o sus deseos de victoria o de venganza. Algunos combinan momentos de aceleración con frenadas prudentes y pausas necesarias; otros queman el motor del propio cuerpo por una explotación abusiva. Uno de los ejercicios más interesantes que alguna vez he hecho antes de aceptar el acompañamiento espiritual de una persona es pedirle que me dé una vuelta en su coche. La manera como conduce el vehículo me ofrece algunas pistas interesantes para saber cómo conduce su propia vida. Nunca dejamos de sorprendernos.
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