Uno no gana para sustos. Estamos todavía en verano y ya ha comenzado el pim-pam-pum eclesiástico. Parece que los escándalos están sabiamente dosificados para que produzcan un efecto deletéreo. En este clima enrarecido, que parece recordar episodios del Renacimiento, muchos católicos se preguntan por qué seguir en esta Iglesia que parece “la casa de los líos”. Cuando no es un caso de abuso sexual a menores es un desfalco económico o una lucha por el poder. ¿Es ésta la comunidad que Jesús quería? ¿Merece la pena continuar a bordo de una barca que puede hundirse en cualquier momento? ¿Cómo se puede confiar en los pilotos si algunos de ellos han demostrado que son indignos de toda confianza? No hay una receta mágica para solucionar todo de un plumazo. Cada problema requiere una solución específica. Pero, más allá de las medidas de gobierno que haya que tomar y de los cambios estructurales que haya que implementar, lo más urgente es restaurar la confianza. Cuando uno percibe que su comunidad no es creíble, pierde la motivación para seguir caminando con alegría. ¿Por qué seguir es esta Iglesia que, a veces, parece “la casa de los líos”? Más allá de cuestiones sentimentales, quiero acentuar tres poderosas razones.
Primera: Porque la Iglesia es la madre que nos ha engendrado a la fe. Si la Iglesia fuera un club o una asociación, uno podría “romper el carné” y largarse cuando no estuviera de acuerdo con alguna de sus actuaciones. De hecho, hay personas irritadas que amenazan con fórmulas como estas: “Si la cosa sigue así, conmigo que no cuenten para marcar la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta”. Pero no pertenecemos a la Iglesia como se pertenece a una institución. La Iglesia es nuestra madre. Uno puede abandonar un club de fútbol o un partido político con los que no concuerda, pero nunca abandona a su madre, a pesar de sus demencias. No hay ningún carné que devolver, porque el Bautismo no nos da ningún carné, sino que nos injerta en Cristo y en su comunidad y nos otorga la gracia de la filiación divina. Se trata de una relación vital, no meramente contractual.
Segunda: Porque no hay Iglesia sin Cristo y Cristo sin Iglesia. La tentación de decir “Cristo sí – Iglesia no” es recurrente. Se agudiza en ciertos momentos críticos como los que estamos viviendo ahora. Pero ésta es una comprensión historicista de la fe que, bajo la apariencia de adhesión pura a Cristo, esconde una sutil traición. La cabeza no se separa del cuerpo ni el cuerpo de la cabeza. La Iglesia sin Cristo queda reducida a una mera institución humana que se rige solo por la lógica del poder. Con Cristo, la Iglesia es la comunidad que prolonga en la historia su presencia misteriosa por la fuerza del Espíritu Santo. Sin Iglesia, Cristo queda reducido a un personaje histórico que uno puede admirar, pero no el Hijo de Dios con quien se entra en relación vital a través de las mediaciones que él mismo ha querido. Argumentar que Jesús predicó el Reino de Dios y lo que apareció fue la Iglesia es una simplificación que ha hecho fortuna en las últimas décadas. Lejos de animar la vida de fe, ha alejado a muchos creyentes de una vida cristiana auténtica. De hecho, quienes se apartan de la comunidad acaban reduciendo a Jesús a un personaje a la medida de sus gustos y disgustos, no al Jesús que ha querido quedarse en medio de nosotros.
Tercera: Porque “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,8). Desde el comienzo mismo de la Iglesia, las infidelidades internas y las persecuciones externas han hecho que esta frágil barca esté siempre como a punto de zozobrar. Lo que estamos viviendo ahora es un episodio más de las múltiples tormentas que ha tenido que sufrir la barca de Pedro a lo largo de su multisecular historia. Jesús ha prometido que nada ni nadie (ni siquiera los propios líderes ineptos e infieles) conseguirán hundir la barca porque, en definitiva, el piloto que la maneja es Él mismo y su Espíritu Santo. Sin esta profunda convicción de fe, la vida de la Iglesia queda reducida a los juegos de poder que se dan en otras instituciones humanas. Cuando esto sucede, es normal perder la confianza cada vez que la barca se tambalea por las olas de los escándalos.
Cada una de estas razones tendría que ser fundamentada más en profundidad y matizada en el contexto actual, pero prefiero expresarlas con trazo grueso para que la selva de matices no impida percibir lo esencial. Sí, es cierto que la primera impresión que produce la Iglesia actual es que se trata de “la casa de los líos”. Es urgente barrer la inmundicia y poner orden. Pero es mucho más importante profundizar en las verdaderas razones por las cuales formamos parte de esta comunidad para no abandonarnos a sentimientos infantiles (me gusta – no me gusta) o a consideraciones puramente coyunturales (es plausible – no es plausible). Es la lección que nos han dado a lo largo de la historia los grandes hombres y mujeres que, en situaciones parecidas, han permanecido fieles a su Madre y no se han dejado llevar por la tentación del abandono.
Primera: Porque la Iglesia es la madre que nos ha engendrado a la fe. Si la Iglesia fuera un club o una asociación, uno podría “romper el carné” y largarse cuando no estuviera de acuerdo con alguna de sus actuaciones. De hecho, hay personas irritadas que amenazan con fórmulas como estas: “Si la cosa sigue así, conmigo que no cuenten para marcar la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta”. Pero no pertenecemos a la Iglesia como se pertenece a una institución. La Iglesia es nuestra madre. Uno puede abandonar un club de fútbol o un partido político con los que no concuerda, pero nunca abandona a su madre, a pesar de sus demencias. No hay ningún carné que devolver, porque el Bautismo no nos da ningún carné, sino que nos injerta en Cristo y en su comunidad y nos otorga la gracia de la filiación divina. Se trata de una relación vital, no meramente contractual.
Segunda: Porque no hay Iglesia sin Cristo y Cristo sin Iglesia. La tentación de decir “Cristo sí – Iglesia no” es recurrente. Se agudiza en ciertos momentos críticos como los que estamos viviendo ahora. Pero ésta es una comprensión historicista de la fe que, bajo la apariencia de adhesión pura a Cristo, esconde una sutil traición. La cabeza no se separa del cuerpo ni el cuerpo de la cabeza. La Iglesia sin Cristo queda reducida a una mera institución humana que se rige solo por la lógica del poder. Con Cristo, la Iglesia es la comunidad que prolonga en la historia su presencia misteriosa por la fuerza del Espíritu Santo. Sin Iglesia, Cristo queda reducido a un personaje histórico que uno puede admirar, pero no el Hijo de Dios con quien se entra en relación vital a través de las mediaciones que él mismo ha querido. Argumentar que Jesús predicó el Reino de Dios y lo que apareció fue la Iglesia es una simplificación que ha hecho fortuna en las últimas décadas. Lejos de animar la vida de fe, ha alejado a muchos creyentes de una vida cristiana auténtica. De hecho, quienes se apartan de la comunidad acaban reduciendo a Jesús a un personaje a la medida de sus gustos y disgustos, no al Jesús que ha querido quedarse en medio de nosotros.
Tercera: Porque “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,8). Desde el comienzo mismo de la Iglesia, las infidelidades internas y las persecuciones externas han hecho que esta frágil barca esté siempre como a punto de zozobrar. Lo que estamos viviendo ahora es un episodio más de las múltiples tormentas que ha tenido que sufrir la barca de Pedro a lo largo de su multisecular historia. Jesús ha prometido que nada ni nadie (ni siquiera los propios líderes ineptos e infieles) conseguirán hundir la barca porque, en definitiva, el piloto que la maneja es Él mismo y su Espíritu Santo. Sin esta profunda convicción de fe, la vida de la Iglesia queda reducida a los juegos de poder que se dan en otras instituciones humanas. Cuando esto sucede, es normal perder la confianza cada vez que la barca se tambalea por las olas de los escándalos.
Cada una de estas razones tendría que ser fundamentada más en profundidad y matizada en el contexto actual, pero prefiero expresarlas con trazo grueso para que la selva de matices no impida percibir lo esencial. Sí, es cierto que la primera impresión que produce la Iglesia actual es que se trata de “la casa de los líos”. Es urgente barrer la inmundicia y poner orden. Pero es mucho más importante profundizar en las verdaderas razones por las cuales formamos parte de esta comunidad para no abandonarnos a sentimientos infantiles (me gusta – no me gusta) o a consideraciones puramente coyunturales (es plausible – no es plausible). Es la lección que nos han dado a lo largo de la historia los grandes hombres y mujeres que, en situaciones parecidas, han permanecido fieles a su Madre y no se han dejado llevar por la tentación del abandono.
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