El evangelio de este XIV Domingo del Tiempo Ordinario sitúa a Jesús en su pueblo. Ha venido a presentar su “nueva” familia (es decir, sus discípulos) a su “antigua” familia (es decir, sus parientes biológicos). El contraste es evidente. Se manifiesta con fuerza en la celebración sabática en la sinagoga. Sus paisanos desean que haga algún milagro como los ha hecho en la vecina Cafarnaúm, pero, al mismo tiempo, se niegan a creer que uno de los suyos –un hombre cualquiera, al fin y al cabo– pueda ser un enviado de Dios. Jesús responde con dureza: “A un profeta sólo lo desprecian en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Los más cercanos físicamente resultan los más lejanos en el espíritu. Cree más en Jesús un pescador de Betsaida (Pedro) o un antiguo recaudador de impuestos (Mateo) que sus viejos compañeros de juegos y trabajos. ¿Cómo es posible que los cercanos se hayan vuelto tan lejanos? Ni Jesús mismo sabe bien cómo responder. Marcos señala que “se asombraba de su incredulidad”. ¿Desde cuándo un profeta puede ser alguien de los nuestros? Parece que los profetas tienen que venir de la luna. No pueden haber nacido en la casa de al lado.
La demasiada familiaridad mata el Misterio. Me vienen a la memoria los célebres versos de León Felipe: “Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo, / ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos / para que nunca recemos / como el sacristán los rezos, / ni como el cómico viejo / digamos los versos”. Por si no fuera suficiente la comparación con el sacristán y el cómico viejo, León Felipe añade otro oficio: “No sabiendo los oficios los haremos con respeto. / Para enterrar a los muertos / como debemos / cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero”. He tenido ocasión de ver a sacristanes, actores y sepultureros que, mientras realizaban su trabajo, parecía que estaban a otra cosa, que no creían en lo que estaban haciendo, que no iba con ellos. Es como si, simplemente, pasaran por allí. Este “no creer en lo que se está haciendo” es quizás una de las enfermedades de nuestra fe cansada. Una anécdota puede ilustrar el fenómeno. Hace unos días, después de celebrar la Eucaristía en el rito latino en una comunidad del norte de Kerala, se me acercó una persona para darme las gracias porque, por primera vez en su vida, había participado en una misa latina hermosa y profunda. Para esa persona, perteneciente a la Iglesia siro-malabar, el rito latino era el que escogían algunos sacerdotes cuando tenían prisa para acabar la misa cuanto antes. Ella lo asociaba a velocidad y rutina.
Viendo a algunos sacerdotes cómo predican o cómo celebran la Eucaristía, ¿quién no ha tenido la impresión de que no creen lo más mínimo en lo que están diciendo o haciendo? A veces, las personas más metidas en ambientes de Iglesia (sacerdotes, monaguillos, sacristanes, religiosos) son las que menos expresan una fe sincera y convencida. Parecen estar realizando su papel de actores, no de verdaderos enamorados. De tanto estar “cerca” del Misterio, acaban reduciéndolo a rutina, se sitúan “lejos” de él. No puede haber profecía donde hemos matado la capacidad de ir más allá de lo conocido. Quizás Jesús seguiría hoy asombrándose de su incredulidad, como se asombró de la incredulidad de sus paisanos. El domingo pasado se asombraba de la fe de Jairo y de la mujer con flujos de sangre, dos outsiders. Hoy se asombra de la incredulidad de sus paisanos. Ver para creer.
La demasiada familiaridad mata el Misterio. Me vienen a la memoria los célebres versos de León Felipe: “Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo, / ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos / para que nunca recemos / como el sacristán los rezos, / ni como el cómico viejo / digamos los versos”. Por si no fuera suficiente la comparación con el sacristán y el cómico viejo, León Felipe añade otro oficio: “No sabiendo los oficios los haremos con respeto. / Para enterrar a los muertos / como debemos / cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero”. He tenido ocasión de ver a sacristanes, actores y sepultureros que, mientras realizaban su trabajo, parecía que estaban a otra cosa, que no creían en lo que estaban haciendo, que no iba con ellos. Es como si, simplemente, pasaran por allí. Este “no creer en lo que se está haciendo” es quizás una de las enfermedades de nuestra fe cansada. Una anécdota puede ilustrar el fenómeno. Hace unos días, después de celebrar la Eucaristía en el rito latino en una comunidad del norte de Kerala, se me acercó una persona para darme las gracias porque, por primera vez en su vida, había participado en una misa latina hermosa y profunda. Para esa persona, perteneciente a la Iglesia siro-malabar, el rito latino era el que escogían algunos sacerdotes cuando tenían prisa para acabar la misa cuanto antes. Ella lo asociaba a velocidad y rutina.
Viendo a algunos sacerdotes cómo predican o cómo celebran la Eucaristía, ¿quién no ha tenido la impresión de que no creen lo más mínimo en lo que están diciendo o haciendo? A veces, las personas más metidas en ambientes de Iglesia (sacerdotes, monaguillos, sacristanes, religiosos) son las que menos expresan una fe sincera y convencida. Parecen estar realizando su papel de actores, no de verdaderos enamorados. De tanto estar “cerca” del Misterio, acaban reduciéndolo a rutina, se sitúan “lejos” de él. No puede haber profecía donde hemos matado la capacidad de ir más allá de lo conocido. Quizás Jesús seguiría hoy asombrándose de su incredulidad, como se asombró de la incredulidad de sus paisanos. El domingo pasado se asombraba de la fe de Jairo y de la mujer con flujos de sangre, dos outsiders. Hoy se asombra de la incredulidad de sus paisanos. Ver para creer.
No tengo tiempo para escribir más. Dentro de unos minutos salgo para el aeropuerto. Regreso a Kerala antes de volver a Europa. Cierro el viaje por donde lo empecé, después de haber recorrido una treintena de lugares en varios estados del sur y del centro de la India. Espero no haberme acostumbrado a la novedad.
Gracias Gonzalo por la vida que siempre nos transmites.
ResponderEliminarUn abrazo.
Juan