Ayer por la tarde dejé la misión de Marthidi y, salpicado por una lluvia constante, llegué a la de Penchikalpet, que dista solo 15 kilómetros de la anterior. Aquí se repite el mismo modelo que en casi todas nuestras misiones en estas tierras: escuela para niños y niñas, internado para los que vienen de aldeas remotas, residencia para la comunidad e iglesia en el centro de la misión. Las gentes del lugar son muy pobres. La mayoría son hindúes. De hecho, solo hay 18 familias cristianas en las aldeas que rodean la misión. Algunos catecúmenos se están preparando para el bautismo. Es un proceso lento. Mis compañeros me dicen que algunos bautizados regresan a sus tradiciones religiosas hindúes porque desde niños han vivido la fe como cultura. Por la mañana colocan flores en las estatuas de los diosecillos que adornan sus pobres casas. Se adornan la frente con pinturas y hacen sus oraciones impetrando la ayuda de los dioses para tener una mejor cosecha o para que las lluvias no inunden sus campos. La Eucaristía de los domingos les resulta demasiado complicada. Echan de menos las fiestas hindúes en las que todo el mundo danza y come. Los ritos cristianos parecen muy pasivos y formales. ¿No les sucedía algo parecido a algunos judíos convertidos al cristianismo cuando añoraban las grandes liturgias del Templo de Jerusalén? La Carta a los Hebreos se dirige a ellos para hacerles ver que el sacerdocio de Jesús no es ritual sino existencial. Pero esto suena demasiado solemne en un contexto como en el que me encuentro.
Me he preguntado muchas veces, ante la simplicidad de la fe musulmana e hindú, si tal vez el cristianismo está pidiendo demasiado a los seres humanos. La moral cristiana es muy exigente. La liturgia parece no tener la majestuosidad que a veces se añora. El derecho canónico regula hasta los mínimos detalles muchas de nuestras actividades: desde la recepción del bautismo hasta la forma de celebrar el matrimonio o de designar el responsable de una comunidad parroquial. Para el que no ha crecido en la tradición cristiana, el cristianismo se presenta como una mole demasiado pesada. Parece más una religión de héroes que una “buena noticia” (Evangelio) para la gente sencilla, que es como sonaba en labios de Jesús. ¿Habremos complicado demasiado las cosas? ¿Hemos llegado a tal grado de institucionalización que la única salida es hacer borrón y cuenta nueva? ¿Necesitamos empezar de nuevo? Son preguntas que me acompañan cuando estoy en Europa, pero confieso que aquí, en la India, resuenan de una manera especial.
La paradoja del cristianismo es que pide todo (incluso dar la propia vida) y, al mismo tiempo, no exige más que una fe sincera en Jesús, como el enviado de Dios al mundo. Es un estilo de vida muy exigente (incluye amar a los enemigos) y está dirigido a la gente sencilla. Nos pide la pequeña moneda de la fe y nos da el tesoro del amor de Dios. ¿Cómo presentar con claridad la entraña del Evangelio sin quedar atrapados en las innumerables capas de tradiciones que se han ido adhiriendo a lo largo de la historia? Las personas que han madurado espiritualmente lo logran. Son de una sencillez apabullante. Pero reconozco que, a lo largo del camino, hay que sortear numerosos obstáculos hasta llegar a esa madurez. Muchas personas se van desenganchando, cansadas y decepcionadas.
Para algunos es anacrónica y hasta inhumana la doctrina de la Iglesia sobre el aborto, la maternidad subrogada, las relaciones homosexuales, el no acceso de la mujer al ministerio ordenado y la existencia del cielo y el infierno. Para otros, esta misma doctrina constituye la fuerza profética de una comunidad que se abre a los signos de los tiempos, pero que no se deja doblegar por presiones mediáticas o culturales. Y, de nuevo, me viene a la mente la provocativa frase de Chesterton: “Cada época es salvada por el santo que más la contradice”. ¿Tendremos que llevar la contraria al mundo para asegurar que no pierde el rumbo de lo verdaderamente humano? ¿Cómo distinguir entre una doctrina profética (aunque impopular) y una tradición obsoleta (aunque arraigada)? Estamos llamados a un ejercicio constante de discernimiento, pero me temo que la iniciación cristiana tradicional no nos educa para discernir, sino solo para obedecer. Nos es más fácil atenernos a unos mandamientos precisos que discernir qué es lo mejor en cada circunstancia según el mandamiento máximo del amor a Dios y a los seres humanos.
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