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martes, 26 de junio de 2018

Más cerca de los pobres

Me voy a pasar casi veinte horas viajando en tren desde Bangalore hasta nuestra misión en una zona rural cercana a Kaghaznagar, una población situada al norte del joven estado indio de Telangana. Hasta su separación en 2014, este territorio formaba parte del extenso estado de Andra Pradesh. Aquí se habla télugu, una lengua que por su musicalidad es conocida como “el italiano de Oriente”. A los lectores españoles de este Rincón les puede resultar familiar este ambiente por la persona de Vicente Ferrer, el cooperante español interpretado por Imanol Arias en una película que lleva por título el nombre del personaje. En efecto, Vicente Ferrer, aunque empezó trabajando en el estado de Maharastra, al regreso a la India, tras su expulsión por el gobierno del país, desarrolló parte de su tarea en algunos poblados del estado indio de Andra Pradesh. Era conocido como “el padre de los intocables”. 

Yo, después de haber pasado el fin de semana en la gran ciudad de Bangalore, me preparo para compartir varios días con los misioneros que se encuentran en esta zona, viviendo y trabajando con los pobres. Se trata de pequeños grupos cristianos en medio de la gran masa hindú. Aunque, en general, la relación es buena, de vez en cuando surgen fricciones, debido a la política de instigación alentada por el actual gobierno central. 

Escribo esta entrada antes de iniciar el viaje porque no sé si dispondré de conexión a Internet en esas remotas misiones rurales. Un viaje en un tren indio es toda una aventura que merece la pena experimentar alguna vez. Para empezar, nos han comunicado por teléfono que nuestro tren saldrá con casi seis horas de retraso sobre el horario habitual. Todo un detalle. Después, es necesario prever el modo de organizar las veinte horas a bordo. No es fácil para un extranjero. Hay que prever la comida y otras necesidades. Por eso, viajo acompañado por un claretiano indio que sabe moverse como Pedro por su casa en estos ambientes.

Este mundo del tren me acerca más a la realidad de la gente común de la India que un paseo por el centro de Bangalore o una tarde en uno de los innumerables conventos que se asientan en el barrio de Carmelaram, en la parte norte de la ciudad. Me dicen que, poco a poco, los trenes indios se van modernizando. Tengo curiosidad por comprobarlo. Hace unos cuatro años que no viajo en uno de ellos. La última vez que lo hice fue en un viaje nocturno de Calcuta a Ranchi, la capital del estado de Jarkhand. Si uno se hace a la idea de que va a pasar mucho tiempo encerrado en un vagón algo destartalado, todo se puede sobrellevar con paciencia y buen humor. 

Esta nueva etapa de mi gira por la India me estimula a reflexionar sobre el sentido de la misión cristiana en un país coloreado por el hinduismo. La primera razón de ser es cuidar a las pequeñas comunidades cristianas que se asientan en estos territorios. Normalmente, los sacerdotes diocesanos se resisten a asumir esta tarea por las dificultades que implica: soledad, falta de recursos económicos, riesgos, etc. Por eso, suelen asumirla las comunidades religiosas. Vivir y trabajar en comunidad permite correr riesgos de otra manera. La mía es una congregación misionera que tiene una particular querencia por las periferias geográficas, culturales y existenciales. No estamos interesados –ni quizás siempre preparados– para gestionar grandes instituciones, pero sí para ser una especie de avanzadilla de la misión. 

Admiro mucho a los profesores que enseñan en las universidades y que han hecho de la misión intelectual su opción de vida. Hoy por hoy se trata de un gran desafío. Admiro tanmbién a quienes trabajan en grandes parroquias urbanas, en colegios de enseñanza secundaria o en los medios de comunicación social. Pero admiro más, si cabe, a aquellos que con generosidad y buen humor desgastan su vida en estas pobres y remotas misiones. No disponen de comodidades. Se desplazan en moto o en vehículos precarios. Tienen que aprender nuevas lenguas sin asistir a cursos caros en academias de idiomas. No pueden participar en acontecimientos familiares ni salir con sus amigos a tomar un café o ir al cine. Es el alto precio que se paga por estar aquí. Han decidido ser el rostro compasivo de la Iglesia para las personas olvidadas, aquellas que no cuentan mucho porque no tienen ni poder ni dinero. Esta es la segunda y más decisiva razón de la presencia de nuestros misioneros en estas periferias. Dios necesita que alguien le preste manos y pies para que su amor se haga concreto. Veinte horas de tren no son nada frente al testimonio de su entrega y al precio de su cansancio.

1 comentario:

  1. No sé si estoy a tiempo, pero BUEN VIAJE... Oro por ti y por toda la Misión que llevas a cabo... Un abrazo

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