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jueves, 3 de mayo de 2018

Más allá de las banderas

He pasado de la Sevilla de los naranjos, las terrazas repletas de gente y las banderas rojigualdas en muchos balcones a los campos sembrados de la plana de Vic, a los numerosos inmigrantes magrebíes por sus calles y a las estelades e innumerables lazos amarillos en edificios públicos y casas privadas. Tengo la impresión de haber saltado en pocas horas de un mundo a otro completamente distinto, aunque ambos estén ubicados en la misma península y compartan mucha historia. A decir verdad, ninguno de los dos coincide con mi paisaje original y, sin embargo, los dos son, en cierto sentido, míos. En los dos tengo personas amigas; en los dos hay rincones que me resultan familiares; por los dos he paseado muchas veces; cada uno de ellos pone a prueba mi capacidad de observación y comprensión. Más allá de las connotaciones políticas que tienen las banderas y los lazos, más allá de su utilización reivindicativa, en ambos mundos veo hombres y mujeres que viven, trabajan, sufren y sueñan. ¿Cometeré la torpeza de sentirme enrolado en batallas que no son las mías o seré capaz de mirar a cada persona (más allá de la bandera que enarbole o del lazo que lleve prendido en la solapa) como un ser humano, como alguien, por tanto, que forma parte de mi mundo? Parece una pregunta banal y, sin embargo, pone a prueba mis convicciones más profundas y mis fibras emocionales.

Paseando por la rambla de San Domènec de Vic (por cierto, llena de vallas en algunos tramos a causa de las obras que se están realizando) hasta la hermosa Plaza Mayor, caigo en la cuenta de que el paisaje exterior que veo es, en cierto modo, un reflejo de mi paisaje interior. Veo lo que quiero ver. Destaco lo que quiero destacar. Podría dejarme dominar por la proliferación de banderas, lazos, carteles y pasquines, pero ya sé adónde conduce este camino. Lo he experimentado en otros lugares y otros tiempos de exaltación patriótica y nacionalista. Junto a un esfuerzo inicial de empatía, se activaría en mí una respuesta irónica, afilada e implacable. Tras la respuesta verbal, vendrían sentimientos de distancia y aun de rechazo. No, no es este el camino. No quiero caer en la trampa de ver en el paisaje externo los demonios no domesticados de mi propio paisaje interior. No estoy interesado en la dinámica de buenos y malos, amigos y enemigos, vencedores y vencidos. Sin cerrar los ojos a este panorama un tanto agotador, prefiero concentrar mi atención en todos los signos de humanidad que observo en las gentes que pasean por las callejuelas del recinto amurallado.

Veo a una madre joven que acaba de recoger a su hijita en el colegio. Me encanta la delicadeza con que la agarra de la mano y coloca bien la mochilita sobre su espalda. Veo a una pareja de abuelos que llevan a un nietecito de la mano. Veo a una señora anciana vestida de negro de pies a cabeza. Es probablemente una mujer musulmana. Parece sentirse una más en el concierto de paseantes, aunque su modo de vestir rompe las costumbres de lugar. En una terraza cercana a la casa donde resido se agrupan algunos jóvenes de estética cupera. Toman cerveza en torno a pequeñas mesas redondas de madera. No sé de qué hablan, pero parecen serios, concentrados. Me detengo en las hojas jóvenes de los árboles. Tienen ese verde primavera que transmite vida y esperanza. Los obreros han dejado ya de trabajar en la renovación de las aceras de la rambla de Sant Domènec. Los imagino volviendo a sus casas contentos de haber terminado la dura jornada laboral. Me paso unos minutos por la catedral de Sant Pere. Un grupo de religiosas y de laicos está rezando las vísperas en la capilla del Santísimo. Me gusta el ambiente recoleto, aunque siento frío. Todavía perduran los rigores del invierno. Por un momento pienso en los miles de personas que habrán orado en esta catedral a lo largo de los siglos. Pienso, por supuesto, en san Antonio María Claret, que fue ordenado obispo aquí el 6 de octubre de 1850.

Al salir, compruebo que sigue habiendo las mismas banderas y lazos de antes. El paisaje exterior no ha cambiado, pero yo lo veo de otra manera. Más allá de la fuerte carga simbólica y reivindicativa que poseen, adivino a las personas que viven tras esos balcones. Las veo como seres humanos que en un momento dado pueden preguntarme algo o a las que yo puedo acercarme para solicitar un favor. ¿Es posible que un trozo de tela pueda delimitar el territorio de humanidad que todos compartimos? No, no voy a caer en esa trampa. Con la ayuda de Google Maps, a 200 kilómetros de altura solo veo una península bañada por varios mares. No consigo ver las banderas rojigualdas de los balcones sevillanos ni las muchas estelades de Vic. Por no ver, no veo ni siquiera las gentes que pasean por las calles. Somos muy poca cosa cuando nos contemplamos desde la altura. Esto quita dramatismo a nuestras luchas y añade un toque de profunda y benévola humanidad.


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