Hoy se celebra en Sri Lanka el Full Moon Day; o sea, el Día de la Luna Llena. Y, como cada mes, es fiesta para todo el mundo, sea de la religión que sea. A estos días se los conoce en cingalés como “días Poya”. (A pesar del ligero cambio en la grafía, imagino cómo suena esta expresión a oídos de un español). Hoy muchos budistas acudirán a los templos, harán limosnas y repartirán comida y bebida por las calles. Cada Full Moon Day mensual celebra algún acontecimiento budista relevante. El de mayo conmemora la introducción del budismo en Sri Lanka a cargo de un discípulo de Buda llamado Mahinda. Yo pasaré el día entre Negombo (donde tenemos nuestra casa de formación) y Colombo (la capital del país), después de haber concluido mi gira de dos semanas por Sri Lanka. No sé si dispondré de tiempo para acercarme a un templo budista, pero procuraré hacerlo. Quiero ver de cerca cómo vive la gente este día festivo.
Hace una semana escribí una entrada sobre el contraste entre el Buda sonriente y el Cristo crucificado. Un amigo mío costarricense escribió en mi muro de Facebook que “esperaba con ansia la segunda parte”. Ha llegado la hora, pero ya se sabe que segundas partes nunca fueron buenas. Con todo, me arriesgo a esbozar mi respuesta a la pregunta que cerraba la entrada del martes pasado: ¿Por qué creo en un Jesús crucificado cuando podría dejarme seducir por un Buda sonriente? Como no quiero perderme en teologías que resulten indigestas para la mayoría de los amigos del Rincón, lo diré del modo más sencillo posible.
Creo en Jesús crucificado porque su cruz representa, por una parte, todo el sufrimiento de la humanidad y, por otra, el triunfo definitivo de Dios sobre la muerte. Cuando contemplo a Jesús crucificado veo en su rostro el rostro de los millones de personas para las cuales la vida ha sido una condena y no una existencia amable. Jesús ha descendido a la fosa en la que yacen quienes fueron ignorados, vejados, violados, torturados, masacrados… Se ha adentrado en el misterio de la injusticia, la soledad, la angustia, el sinsentido, la culpa y el pecado. Ha buceado en el espacio del no-Dios más que cualquier ateo de la historia. Ha sentido en carne propia el abandono de su Padre como lo sienten quienes reniegan de Dios porque creen que no se ocupa de su dolor. No ha dejado ningún sufrimiento humano fuera de su alcance. Se ha hecho cargo de todos. Los ha asumido por amor hasta terminar derrotado por ellos. Solo entonces ha mostrado que en el territorio del no-Dios, del sinsentido y de la nada, Dios estaba presente como Padre amoroso que no permite que su hijo acabe aniquilado por la muerte, sino que lo devuelve a la vida. Contemplar al Cristo crucificado es ver en él al Resucitado. La cruz es, al mismo tiempo, patíbulo y trono, tumba y pista de despegue, lugar del no-Dios y manifestación suprema del amor de Dios.
Hace una semana escribí una entrada sobre el contraste entre el Buda sonriente y el Cristo crucificado. Un amigo mío costarricense escribió en mi muro de Facebook que “esperaba con ansia la segunda parte”. Ha llegado la hora, pero ya se sabe que segundas partes nunca fueron buenas. Con todo, me arriesgo a esbozar mi respuesta a la pregunta que cerraba la entrada del martes pasado: ¿Por qué creo en un Jesús crucificado cuando podría dejarme seducir por un Buda sonriente? Como no quiero perderme en teologías que resulten indigestas para la mayoría de los amigos del Rincón, lo diré del modo más sencillo posible.
Creo en Jesús crucificado porque su cruz representa, por una parte, todo el sufrimiento de la humanidad y, por otra, el triunfo definitivo de Dios sobre la muerte. Cuando contemplo a Jesús crucificado veo en su rostro el rostro de los millones de personas para las cuales la vida ha sido una condena y no una existencia amable. Jesús ha descendido a la fosa en la que yacen quienes fueron ignorados, vejados, violados, torturados, masacrados… Se ha adentrado en el misterio de la injusticia, la soledad, la angustia, el sinsentido, la culpa y el pecado. Ha buceado en el espacio del no-Dios más que cualquier ateo de la historia. Ha sentido en carne propia el abandono de su Padre como lo sienten quienes reniegan de Dios porque creen que no se ocupa de su dolor. No ha dejado ningún sufrimiento humano fuera de su alcance. Se ha hecho cargo de todos. Los ha asumido por amor hasta terminar derrotado por ellos. Solo entonces ha mostrado que en el territorio del no-Dios, del sinsentido y de la nada, Dios estaba presente como Padre amoroso que no permite que su hijo acabe aniquilado por la muerte, sino que lo devuelve a la vida. Contemplar al Cristo crucificado es ver en él al Resucitado. La cruz es, al mismo tiempo, patíbulo y trono, tumba y pista de despegue, lugar del no-Dios y manifestación suprema del amor de Dios.
Confieso que me suele gustar la imagen del Buda sonriente, aunque a veces se me antoja un poco bobalicona. No tengo nada en contra de su meditación serena y compasiva, pero no percibo en ella la hondura existencial que veo en la cruz de Jesús. Me da la impresión de que Buda silencia el sufrimiento, mientras Jesús lo traspasa. No soy ningún experto en budismo, aunque he charlado bastante con un claretiano esrilanqués que estudió budismo desde niño porque hizo toda su educación primaria y secundaria en cingalés en una escuela budista. Con el budismo, sucede lo mismo que con todas las religiones o doctrinas. Una cosa es lo que uno lee en los libros y otra (no siempre coincidente) lo que lee en la vida cotidiana de quienes lo profesan. Por eso, más que a los libros, me gusta dirigirme a quienes han vivido en este ambiente desde niños y han respirado su espíritu. Solo ellos captan matices que se les escapan a los estudiosos más agudos.
Bueno, no sé si he conseguido responder a mi amigo costarricense, pero, por lo menos, lo he intentado. Espero que el poder magnético de la luna llena no haya distorsionado mucho lo que quería decir.
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