Creo que la palabra “chisme” es una de las que más sinónimos tiene en español. Podemos hablar de cotilleo, fábula, rumor, bulo, mentira, habladuría, cuento, filfa, infundio, falacia, alcahuetería, falsedad, engaño, mentira, calumnia, falsía, hipocresía, enredo, embrollo, chanchullo… Y todavía quedan en el tintero otros muchos términos que aportan matices diversos. Me sorprendo del auge que en los últimos años han tomado las publicaciones y programas radiofónicos y televisivos dedicados al “chismorreo”, al “cotilleo” o –como ahora se dice, en un afán de internacionalizar la cosa– al gossip. El asunto es tan antiguo como el ser humano. No sé qué zonas del cerebro se activan cuando compartimos habladurías sobre otras personas, pero parece evidente que se produce un placer particular; de lo contrario, resulta difícil explicar esta propensión a querer saber detalles íntimos de la vida de otras personas y a compartirlos de acuerdo a algunos intereses personales que pueden ir desde el simple placer de demostrar que “yo lo he sabido primero” hasta el chantaje mondo y lirondo.
Se habla de terrorismo verbal, pornografía informativa y otras expresiones para referirnos a este mercadeo de información. El papa Francisco ha llegado a hablar de “violencia verbal”. A las tertulias tradicionales se unen ahora los foros de internet y las redes sociales. Antes, los chismes se divulgaban en los bares y cafés, en las tiendas, en los lavaderos públicos, en las sacristías (sí, en las sacristías) y porterías de los conventos, en algunas publicaciones satíricas, etc. Hoy Internet se ha convertido en un océano de chismes y fake news. Hay algunas personas que son adictas a esta práctica. Solo se sienten bien cuando curiosean en la vida de los prójimos y venden sus “exclusivas” en charlas de sobremesa, mensajes de WhatsApp e interminables llamadas telefónicas. Desde el vecino de la puerta de al lado hasta el papa Francisco, nadie se libra de sus juicios mordaces y de su pasión chismorrera. La “investigación” se dirige a todo: desde el tipo de ropa y de peinado hasta las compañías, la vida afectiva y sexual, el poder adquisitivo, los movimientos y viajes, la afiliación política y el modo de hablar. Uniendo una imaginaria línea de puntos, componen caricaturas que dejan a las personas al pie de los caballos, con escasas posibilidades de autodefensa. Puede que todo sea falso, pero, una vez difundido, deja una huella que es muy difícil de borrar: “Chismorrea, que algo queda”.
En este contexto de banalidad, intrusismo y murmuración, admiro a las personas que no se entrometen en la vida de los demás, sino que respetan su dignidad y su estilo de vida. Admiro a aquellas que no trafican con información privada o confidencial. Admiro todavía más a las que, si observan algo que les parece dañino para la persona, se lo hacen saber directamente a ella, evitando siempre difundir informaciones que puedan perjudicar su fama. La persona madura demasiado tiene con preocuparse de su propio crecimiento como para andar hurgando en la vida de los demás. En las Constituciones de mi Congregación religiosa hay una expresión que me parece una regla de oro en este convulso mar de las habladurías: “Excusen la intención aun cuando no puedan justificar la obra”. La convivencia humana discurriría por cauces más pacíficos si aplicáramos siempre esta “regla de oro”. Los programas de cotilleo perderían mucho, pero nosotros ganaríamos en salud mental y en tolerancia social.
Sí, la historia es vieja. Basta recordar la petición: "Pon, Señor, un centinela a la puerta de mis labios". Cabe evocar también lo que proponían las Constituciones claretianas anteriores al Concilio: eviten decir en ausencia de un hermano lo que, sin faltar a la caridad, no podrían decir en su presencia.
ResponderEliminarCorrijo algo el comentario anterior, pues el texto de las Constituciones tenía más miga. Decía: "Avergüéncense de decir en ausencia...".
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