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lunes, 9 de abril de 2018

Y la dejó el ángel

Dos semanas después de la fecha tradicional, celebramos hoy la solemnidad de la Anunciación del Señor. La liturgia nos propone como evangelio el pasaje de la anunciación tal como lo narra Lucas (Lc 1,26-38). Es un texto muy conocido. María recibe la visita del ángel Gabriel que le comunica que va a ser madre de Jesús. Ella, turbada por este anuncio, se pregunta por su significado y pide algunas aclaraciones. Al final, pronuncia su fiat: “Hágase en mí según tu palabra”. No sé cuántas veces he meditado esta escena y he escrito sobre ella desde diferentes perspectivas. La vocación de María es como una falsilla sobre la que cada de nosotros puede entender mejor su propia vocación. Siempre hay una irrupción de Dios en nuestra vida, una reacción desconcertada por nuestra parte, una promesa divina de auxilio y una rendición incondicional. Cada uno de los elementos se presta a muchos desarrollos. Acentuamos uno u otro según el momento en el que nos encontremos. A veces, en tiempos de desolación y tristeza, necesitamos recordar que Dios nos dice: “Alégrate, lleno (a) de gracia”. Otras veces, cuando la propuesta de Dios desbarata nuestros planes, podemos quejarnos así: “¿Cómo va a ser esto?”. Si nos parecen irrealizables sus designios, tenemos a mano las palabras del ángel: “Para Dios nada hay imposible”. Y siempre, al final del discernimiento, nos queda el fiat mariano, que es un eco-anticipación del fíat de Jesús: “Que sea haga como tú quieres, no como quiero yo”. Hasta aquí, todos los elementos me resultan conocidos, familiares, aplicables.

Pero hoy, con la ayuda de un compañero indio, he descubierto la importancia del último versículo, casi siempre olvidado: “Y la dejó el ángel”. Parece un mero recurso redaccional para dar por concluida la escena y, sin embargo, tiene un alcance extraordinario. En ningún otro momento de la vida de María vuelve a aparecer el ángel de Dios. Una vez experimentada su gracia, tendrá que caminar en la oscuridad de la fe. No aparece ningún ángel cuando tiene que comunicar a sus parientes y a José que está embarazada. No hay ángeles en la huida a Egipto. Tampoco revolotean al pie de la cruz. Se podría decir que la joven de Nazaret vive des-angelada. María se convierte, en realidad, en una “peregrina de la fe”. Tiene que aprender a fiarse de Dios, aunque no vea con claridad su presencia. Después de su sí al ángel, ya no tiene nada que decir, excepto remitir a su hijo: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). Me impresiona esta María, no dejada de la mano de Dios, pero sí “dejada del ángel” que le revela con claridad meridiana los designios de Dios. María es una mujer agraciada (“Alégrate, María, la llena de gracia”), pero es también una mujer que vive de la fe (“Dichosa tú que has creído”). Tras su fiat, no le pide a Dios un ángel que la acompañe las 24 horas del día, como si fuera un escolta permanente para protegerla de cualquier peligro. Tampoco solicita un ángel que lleve siempre en la mano una linterna para iluminar los recodos oscuros del camino. María se guía solo por la luz de la fe. No exige nada. Lo agradece todo.

Pienso en quienes quisiéramos hoy que Dios estuviera siempre al alcance de la mano, que se comportara como una máquina expendedora de bebidas en la que uno introduce una moneda y sale una lata de Coca-Cola. O sea, un Dios a voluntad, prêt-à-porter. Es verdad que la fe católica reconoce la protección del ángel de la guarda, pero eso no nos dispensa del riesgo de creer. La fe no es una varita mágica que transforma en oro todo cuanto toca, sino una experiencia de confianza absoluta, incluso cuando todo se pone en contra. Dios nos ha “dejado” para que seamos adultos. La infancia espiritual no consiste en renunciar al ejercicio de la libertad, sino, más bien, en ser tan libres que acabemos abandonándonos en el Misterio de Dios como niños en brazos de su madre. No hay ángeles que nos ahorren la decisión de la fe, que nos vayan resolviendo los muchos problemas que encontramos en la vida. Por duro que parezca, los ángeles nos han dejado solos. Contamos –como María– con la experiencia de sabernos llenos de la gracia de Dios, inundados por el Espíritu Santo. Esto nos basta para afrontar el combate de la existencia con esperanza. Es en este juego de presencia/ausencia donde se ventila el drama de una existencia creyente. Una vez más, la maravilla de la fe no consiste en la multiplicación de hechos prodigiosos, sino en el prodigio de poder creer cuando parece que nos falta el suelo debajo de los pies.


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