Durante el tiempo pascual, la figura del apóstol Pedro cobra protagonismo. Aparece a menudo en la lectura continua de los Hechos de los Apóstoles y en los relatos evangélicos de algunos días. Es sorprendente cómo un pobre pescador galileo, tozudo y cobarde a un tiempo, acabó siendo un personaje tan famoso. Cada vez que voy a la plaza de san Pedro de Roma y veo la imponente basílica levantada para conmemorar el lugar de su martirio, no dejo de sorprenderme. ¿Por qué un anónimo pescador ha llegado a ser tan conocido? La vida de Pedro no habría saltado a las páginas de la historia si no hubiera sido llamado por Jesús de Nazaret. El encuentro con ese extraño Maestro le cambió la vida. Es verdad que cuando las cosas se pusieron difíciles negó ser uno de los suyos, pero Jesús nunca le retiró su confianza. Pensó en él como “la piedra” que podía dar consistencia a la incipiente comunidad. Y Pedro, que nunca dejó de ser una persona dubitativa, rubricó con su sangre la fidelidad al Maestro. Hoy, en el corazón del tiempo pascual, imagino a Pedro anciano en esta Roma milenaria. Pongo en sus labios el recuerdo de una experiencia que nunca lo abandonó.
Me parece que ha pasado un siglo desde que lo conocí junto al mar de Galilea. Ni siquiera ahora sé lo que me atrajo de él. Quizás su mirada. O tal vez la energía que parecía emanar de su cuerpo. No lo sé. Nunca me ha vuelto a suceder algo semejante. Su magnetismo era irresistible. No necesité mucho tiempo para irme con él cuando me invitó a seguirlo. Jamás pude imaginar lo que me esperaba. Ahora que hace más de treinta años que él fue crucificado, no me arrepiento de haberme fiado de él. Todo ha sucedido de un modo inexplicable y maravilloso. Sé que ya no está con nosotros y, al mismo tiempo, lo siento más cerca que nunca.
Se me agolpan los recuerdos. Me pesa todavía mi cerrazón para entender quién era. Me duele, sobre todo, mi debilidad cuando no supe estar junto a él en los momentos de la prueba. Pero sé que su perdón fue más fuerte que mi cobardía. De todos los momentos que conservo en la memoria, creo que la última semana de su vida no se me olvidará jamás. Más de una vez he pensado que me gustaría tener algún recuerdo tangible de aquellos días que cambiaron nuestras vidas. Varios de mis compañeros han conseguido recoger alguno de los clavos con que lo fijaron a la cruz. Creo que Juan se hizo con parte de la corona de espinas.
Yo no tengo nada, pero si pudiera rescatar un objeto -uno solo- me quedaría con la vieja palangana que usó para lavarnos los pies. Sé que puede parecer algo despreciable en comparación con la copa que nos fue pasando mientras decía “Esta es mi sangre”. O con la bandeja de los panes. Pero yo no puedo olvidar aquella vieja palangana. Y creo que Juan tampoco. Hemos hablado muchas veces sobre aquel momento. De hecho, Juan siempre me dice que se le quedó tan grabado que casi le impresionó más que la distribución del pan y del vino como su cuerpo y sangre. ¿Qué habrá sido de aquella vieja palangana? ¿Estará todavía oculta en algún rincón de Jerusalén? ¿Se habrá perdido para siempre?
Ver a Jesús arrodillado, vertiendo agua sobre nuestros sucios pies, es una imagen imborrable. Y ver su rostro tenuemente reflejado sobre el agua sucia de la palangana me hace entender -entonces no lo conseguí- que la verdadera identidad del Maestro era la de alguien que sirve, que entrega su vida por amor. ¿Cómo podía permitir yo que Él nos lavara los pies a nosotros? No soy muy inteligente, pero aquello me pareció una humillación fuera de lugar.
Hoy comprendo que, con aquel gesto, Jesús nos dio la lección más importante de su vida. “Haced vosotros lo mismo”, nos dijo luego. No nos habló del servicio de la autoridad, o del servicio de la educación, o del servicio de la inteligencia. Habló de “lavar los pies”, de hacernos esclavos unos de otros. He tardado toda una vida en entender lo que quería decir. Amar significa estar dispuesto a realizar los servicios más humildes, los más invisibles, los que nunca serán premiados. No importa si uno es el responsable de la comunidad, un pescador envuelto en redes o un ama de casa que transcurre la vida entre fogones.
Sí, me gustaría tener a la vista aquella vieja palangana porque entonces, al levantarme cada mañana, recordaría quién soy y a qué he sido llamado. Expulsaría de mi corazón los demonios de la vanidad, el autoritarismo y la soberbia. Me preguntaría de qué modo concreto puedo servir -sí servir, no solo aconsejar o ayudar- a quienes viven conmigo, a quienes encuentro por el camino. Echaría una mano en la cocina, serviría la mesa, lavaría los platos… No diría más veces eso de “Estoy ocupado, a mí no me corresponde”.
Sí, me parece que voy a pedir a alguno de los hermanos de Jerusalén que rebusque todo lo posible para que no se pierda la vieja palangana. Y que, si le es posible, nos la mande a Roma. Necesitamos ponerla en el centro de nuestra sala de reuniones. Mirándola, no olvidaremos jamás lo que Jesús nos dijo: “He venido para servir y no para ser servido”.
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