Suelo escribir las entradas del blog antes de irme a dormir o a
primera hora de la mañana. No tengo más remedio que aprovechar algunos tiempos
libres en medio de una agenda bastante repleta. Esto me obliga a escribir muy deprisa,
a veces sin tiempo para una segunda lectura. Es normal que, de vez en cuando,
se deslicen errores tipográficos y hasta frases oscuras o inconexas. Por eso, a
lo largo del día, suelo echar un vistazo a lo publicado e introduzco las
correcciones necesarias. Si el tema lo exige, procuro también enriquecerlo con
enlaces de última hora que lo hagan más actual. A veces, modifico un párrafo o añado
alguna información complementaria. Total que, entre unas cosas y otras, la
entrada de cada día solo está completa al final de la jornada, justo cuando
tengo que empezar a escribir la del día siguiente. Esto significa que quienes
tenéis la costumbre de leer los textos a primera hora de la mañana (hora de
Europa), es probable que no encontréis lo mismo que aparecerá diez o doce horas
después. Los cambios suelen ser mínimos, pero casi todos los días hay algunos. En
este sentido, los lectores americanos suelen encontrarse ya con la edición
corregida y aumentada.
Me parece que también
esta práctica es una metáfora de la vida. Comenzamos a escribir nuestra
historia desde el día de nuestro nacimiento. De niños, hay muchas páginas
escritas por nuestros padres y educadores. Son ellos quienes nos llevan de la
mano mientras nosotros ensayamos los primeros garabatos. A medida que nos vamos
haciendo mayores, asumimos el protagonismo. Aprendemos a escribir el relato de
lo que vivimos. Muchas veces se ha comparado la vida con un libro. Cada etapa
constituye un capítulo; cada experiencia significativa, una página; cada día,
una palabra. Uno desearía escribir todo de un tirón y con buena caligrafía,
pero los deseos no se corresponden con la realidad. De hecho, a veces no
sabemos bien cómo expresar lo que estamos viviendo, nos cuesta asumir nuestra
responsabilidad. No encontramos las palabras adecuadas. Otras veces borramos o
corregimos lo ya escrito porque nos parece que hemos cometido errores. En
ocasiones, no cambiamos nada porque ni siquiera somos conscientes del mal que
hemos hecho. Una de las experiencias más interesantes es cuando volvemos sobre
una página del pasado y le damos un nuevo sentido. Es como si la escribiéramos
de nuevo.
Vistas las cosas con perspectiva,
toda vida humana es siempre una edición corregida y aumentada (o disminuida). Solo
al final tenemos el libro completo. Solo entonces podemos comprender cada
capítulo y la trama que da unidad y coherencia a todos ellos. Por eso resulta
tan difícil juzgar la vida de un ser humano antes de su muerte. Corremos el
riesgo de emitir juicios sobre ediciones provisionales, que después serán
corregidas o modificadas. Es peligroso publicar biografías o memorias de
personajes vivos porque no sabemos lo que esa “edición” va a dar de sí. Cuando
menos lo imaginamos, puede dar un giro copernicano. Recuerdo que hace años un
compañero mío decidió no participar en las primeras profesiones de los jóvenes
claretianos porque se daban casos en los que, tras uno o varios años de
prueba, algunos se retiraban. Él lo consideraba una traición. Solo participaba
a gusto en los funerales. Para él constituían la verdadera “profesión perpetua”.
Ese gesto profético −sin duda exagerado− ponía de relieve algo muy valioso: solo al final del camino completamos
el libro de nuestra vida. La muerte señala la edición definitiva. Mientras
llega ese momento estamos haciendo continuos cambios y correcciones.
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