Me levanto con la noticia de la
muerte del astrofísico británico Stephen Hawking (1942-2018). Su mente
brillante le llevó a decir, entre otras perlas, que Dios es solo un fairy tale, un cuento de hadas. La
historia juzgará el verdadero alcance de sus teorías científicas y de sus opiniones filosóficas. Hawking ha
vivido a un tiempo las mieles de la fama mundial y el vinagre de una esclerosis
que lo ha ido paralizando desde muy joven. Al final, tenía una visión muy apocalíptica del futuro de la humanidad. Su vida misma es una síntesis de este misterio de
contradicciones que es la existencia humana. Por una parte, no somos más que un
conjunto de componentes químicos bien combinados; por otra, nos vemos como “poco
menos que los ángeles”, por citar el salmo 8. Infinitud y contingencia, frustración y anhelo, egoísmo
y entrega nos acompañarán siempre en esta tierra. Aceptar esta permanente contradicción sin cerrarnos en ella es el gran desafío de la existencia humana. Hoy, de todos modos, es un día para reconocer el tesón de este hombre que, además de ser un gran científico, ha sido un ejemplo de audacia, lucha y superación. La película La teoría del todo nos acerca a la aventura de su vida.
En España la opinión pública
sigue conmocionada con la muerte del pequeño Gabriel a manos de la
compañera de su padre. Se ha desatado por todo el país una ola de
indignación y también de solidaridad. Comprendo estos fenómenos sociales, pero
no soy muy dado a exaltaciones de ningún tipo. Hay dramas que es mejor vivirlos con
discreción. Parece que, en contraposición con la frialdad de la asesina confesa, la madre del pequeño ha tenido una actitud muy cálida y digna. Se ha situado por encima de los múltiples linchadores sociales que, ante la inhumanidad
del hecho, estarían dispuestos a responder con más dosis de inhumana violencia. Admiro a las personas que, como la madre de Gabriel, reaccionan ante sucesos tan trágicos, como el asesinato de un hijo, con un temple sereno, aunque tal vez el enfado llegue un poco más tarde. Son ellas las que hacen posible que nuestra sociedad no pase constantemente del Hosanna al Crucifícalo a base de sacudidas emocionales. Son ellas las que, con su mesura en medio del profundo sufrimiento, hacen que nuestra sociedad no sea un permanente Far West. La muerte de un niño siempre despierta en todos nosotros sentimientos difíciles
de administrar. Es como si se profanara un área de la vida humana que todavía
consideramos sagrada. En el fondo, en todo niño vemos un símbolo de lo divino, un canto al misterio de la vida que no puede ser nunca profanada. El pequeño Gabriel, el Pescaíto, nos ha dejado una sonrisa tan limpia que, mirándolo a él, es imposible dejarse vencer por el odio y el rencor.
Con este telón de fondo,
pienso en las dos listas que todos vamos escribiendo a medida que pasa el
tiempo. Hay una lista con las personas que han jugado un papel significativo en
nuestra vida, y otra con aquellas que hemos olvidado o lastimado. En los últimos
días pensaba en el número de personas que he conocido a lo largo de mi vida. No
sabría cuantificarlo, pero, sin duda, se trata de varios miles. En comparación
con los miembros de una pequeña tribu perdida en la selva amazónica o los habitantes de una
aldea medieval (que pocas veces salían de su entorno), cualquiera de nosotros ha
multiplicado por cien o mil la red de contactos. Repaso los años de mi infancia.
Pienso en las figuras de mi entorno familiar, en mis profesores y compañeros de
la escuela infantil. Y luego en la gente que conocí cuando mi familia se cambió
de población, en mis compañeros de colegio durante el bachillerato. Y luego…
Caigo en la cuenta de que he tenido el privilegio de encontrarme con infinidad
de personas, desde el papa Juan Pablo II o el rey Juan Carlos I hasta la “niña
Lidia” (una anciana que conocí en Arizona, El Salvador, después del terremoto
de 2001) o Diego, el ingeniero italiano con el que viajé de Roma a Hong Kong en
enero de 2012. La lista es interminable. Incluye, por supuesto, a familiares, amigos, paisanos, compañeros y muchísimos conocidos en los más diversos lugares y situaciones. Me sorprendo de los numerosos encuentros fortuitos que, sin embargo, con el paso del tiempo se han revelado providenciales. Sueño con que en el cielo será posible volver
a encontrar a cada una de las personas que Dios ha puesto en mi camino. Con
algunas mantengo un contacto muy esporádico; con otras, cultivo asiduamente la
relación. Yo no sería quien soy sin el milagro del encuentro con multitud de
personas que han dejado una huella en mi vida. El impacto de esta huella no
guarda una relación directa con la clase social, el nivel de instrucción u
otros factores de tipo físico, económico o religioso. Se trata de “huellas emocionales” y espirituales que han
ensanchado cada vez más el horizonte de mi vida.
Pero reconozco que hay
también otra lista: la formada por aquellas personas a las que, consciente o
inconscientemente, he ignorado; a las que he herido o hecho sufrir. La memoria,
que posee sus mecanismos de autodefensa, tiende a borrar estos nombres, pero
ahí están. También sueño con que, en el tiempo de Dios, sea posible pedir
perdón, mirar y sonreír a todas esas personas que han ido quedando en los
márgenes del camino. Si las primeras dejan positivas huellas emocionales, las segundas
son como jirones en el alma, pequeños desgarros que nos recuerdan siempre
nuestra incapacidad de amar. A unas y otras quiero recordar hoy. No voy a
escribir materialmente estas dos listas (¡sería imposible recordar todos los
nombres!), pero sí voy a presentárselas al Señor para que haga descender sobre
ellas su bendición. Os invito a hacer algo parecido con vuestras propias listas. Pocas cosas hay tan hermosas como tener una vida llena de nombres.
Gracias querido Gonzalo,
ResponderEliminarHoy me llega de una manera muy especial al corazón tu reflexión y pensamiento escrito.
Un abrazo.