Hemos llegado al V Domingo de Cuaresma. Aquí en Roma no para de llover. El invierno se despide llorando, pero con temperaturas suaves. Pienso en los millones de cristianos que hoy, en todos los rincones del mundo, participarán en la celebración eucarística. Los imagino como si fueran arroyos que convergen en el mismo río. Habrá motivaciones para todos los gustos: fe profunda, fe débil, rutina, necesidad, deseo, curiosidad, búsqueda… El Evangelio de hoy hace referencia a un grupo de griegos que habían viajado a Jerusalén con motivo de la Pascua judía. Algo sabían de Jesús de Nazaret. Por eso se dirigieron a Felipe, uno de sus discípulos, para expresarle su deseo: “Queremos ver a Jesús”. Felipe se lo comentó a Andrés. Los dos le hicieron llegar la petición a Jesús. Hasta aquí todo nos va preparando para un encuentro que se promete interesante. Pero el autor del Evangelio rompe la secuencia poniendo en labios de Jesús un discurso que, a primera vista, no parece el mejor modo de responder a lo que Felipe y Andrés le han pedido. No se dice explícitamente si las palabras van dirigidas a los dos discípulos o también a los griegos. De todos modos, el contraste es evidente. Teatralicémoslo un poco.
La cosa pudo suceder más o menos así. Felipe y Andrés se acercan a Jesús y le dicen: “Oye, maestro, acabamos de encontrarnos con un grupo de griegos que han venido a Jerusalén para celebrar la Pascua. Han oído hablar de ti y quieren conocerte”. Uno esperaría por parte de Jesús una respuesta parecida a esta: “Muy bien, que vengan cuando quieran. Todo el que busca puede encontrar algo”. O, si no era el momento adecuado, podría haber respondido: “Decidles a esos griegos que ahora no tengo tiempo, que los veré más tarde”. Nada de esto está escrito en el evangelio de Juan. Lo que leemos es lo siguiente: “Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto»”. Jesús comienza a hablar de “su hora”. El reloj de los griegos está en la hora de la curiosidad y la búsqueda. El reloj de Jesús marca ya la hora definitiva, la de su pasión, muerte y resurrección. Para Juan, la muerte, la resurrección y el envío del Espíritu no son acontecimientos sucesivos sino expresiones de “la hora” de Jesús, de su Pascua. Por eso, la cruz es cadalso y trono al mismo tiempo. ¿Hay alguna forma de sincronizar los dos relojes?
Jesús se entrega a producir fruto como el trigo: hundiéndose primero en la tierra para después germinar y desarrollarse. Quizá era esta la enseñanza que quería transmitir a los griegos, pertenecientes a una cultura que entendía la sabiduría como búsqueda de la verdad y la virtud, pero no como muerte a uno mismo. La lección vale para hoy. El evangelio podría retraducirse así. Un grupo de italianos, españoles, norteamericanos, colombianos, argentinos o japoneses quiere ver a Jesús. Hay muchas personas en el mundo que, aunque no se sientan muy atraídas por su comunidad, no han perdido el interés por la persona de Jesús. Él, a diferencia de los políticos y artistas de moda, no acude a firmar autógrafos, no hace exhibición de su carisma. Se limita a recordar en qué consiste su originalidad. No va a ser famoso y eficaz a base de milagros o de acciones espectaculares. Ha decidido plantarse en la tierra del sufrimiento humano para, desde dentro, transformar el dolor en alegría, la derrota en triunfo, la muerte en vida. Haciéndolo, nos ofrece a todos la regla de oro para una vida fecunda: morir a nuestro egoísmo para que resucite el amor. Esta regla es aplicable a cualquier persona y situación. Mientras busquemos a toda costa defender nuestros intereses, asegurar la propia vida, nunca conseguiremos transformar nada. Solo quien renuncia incluso a lo que le es debido logra insuflar vida donde había muerte. ¡Qué difícil es entender a este Maestro de Nazaret! Solo cuando experimentamos que, entregándonos de verdad logramos cambiar un poco las cosas, empezamos a barruntar en qué consiste la hora de Jesús, el centro de su Misterio. Estamos a las puertas de la Semana Santa Este domingo nos ofrece ya la clave para poder vivirla en profundidad.
La cosa pudo suceder más o menos así. Felipe y Andrés se acercan a Jesús y le dicen: “Oye, maestro, acabamos de encontrarnos con un grupo de griegos que han venido a Jerusalén para celebrar la Pascua. Han oído hablar de ti y quieren conocerte”. Uno esperaría por parte de Jesús una respuesta parecida a esta: “Muy bien, que vengan cuando quieran. Todo el que busca puede encontrar algo”. O, si no era el momento adecuado, podría haber respondido: “Decidles a esos griegos que ahora no tengo tiempo, que los veré más tarde”. Nada de esto está escrito en el evangelio de Juan. Lo que leemos es lo siguiente: “Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto»”. Jesús comienza a hablar de “su hora”. El reloj de los griegos está en la hora de la curiosidad y la búsqueda. El reloj de Jesús marca ya la hora definitiva, la de su pasión, muerte y resurrección. Para Juan, la muerte, la resurrección y el envío del Espíritu no son acontecimientos sucesivos sino expresiones de “la hora” de Jesús, de su Pascua. Por eso, la cruz es cadalso y trono al mismo tiempo. ¿Hay alguna forma de sincronizar los dos relojes?
Jesús se entrega a producir fruto como el trigo: hundiéndose primero en la tierra para después germinar y desarrollarse. Quizá era esta la enseñanza que quería transmitir a los griegos, pertenecientes a una cultura que entendía la sabiduría como búsqueda de la verdad y la virtud, pero no como muerte a uno mismo. La lección vale para hoy. El evangelio podría retraducirse así. Un grupo de italianos, españoles, norteamericanos, colombianos, argentinos o japoneses quiere ver a Jesús. Hay muchas personas en el mundo que, aunque no se sientan muy atraídas por su comunidad, no han perdido el interés por la persona de Jesús. Él, a diferencia de los políticos y artistas de moda, no acude a firmar autógrafos, no hace exhibición de su carisma. Se limita a recordar en qué consiste su originalidad. No va a ser famoso y eficaz a base de milagros o de acciones espectaculares. Ha decidido plantarse en la tierra del sufrimiento humano para, desde dentro, transformar el dolor en alegría, la derrota en triunfo, la muerte en vida. Haciéndolo, nos ofrece a todos la regla de oro para una vida fecunda: morir a nuestro egoísmo para que resucite el amor. Esta regla es aplicable a cualquier persona y situación. Mientras busquemos a toda costa defender nuestros intereses, asegurar la propia vida, nunca conseguiremos transformar nada. Solo quien renuncia incluso a lo que le es debido logra insuflar vida donde había muerte. ¡Qué difícil es entender a este Maestro de Nazaret! Solo cuando experimentamos que, entregándonos de verdad logramos cambiar un poco las cosas, empezamos a barruntar en qué consiste la hora de Jesús, el centro de su Misterio. Estamos a las puertas de la Semana Santa Este domingo nos ofrece ya la clave para poder vivirla en profundidad.
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