Tal como estaba
previsto, ayer, a las ocho de la mañana, salí del Eremitorio Camaldulense de Nápoles
con mis siete compañeros del gobierno general. El suelo seguía cubierto de
nieve helada. Soplaba un viento gélido. Media hora después, descendiendo por
una carreterita llena de curvas, estábamos en el pequeño puerto de Pozzuoli, al
que llegó Pablo de Tarso camino de Roma. Varias lápidas recuerdan el acontecimiento.
Alguien aludió también a Sofía Loren, originaria de esta bella localidad campana. A
las 9,40 tomamos el barco. La estampa se repite pocas veces. Nosotros, paseando
por cubierta, contemplando el mar en calma y, al fondo, como torre que vigila
toda la bahía, la inmensa mole del Vesubio nevado. Para los que somos de
interior el mar tiene un atractivo añadido. Uno nunca se cansa de otear el horizonte,
contemplar las pequeñas olas que rompen contra la quilla del barco y dejarse
seducir por la inmensidad del agua. Tras una hora de pacífica navegación,
llegamos a la isla de Ischia, de la que –lo confieso con humildad– apenas sabía
otra cosa que su existencia junto a la costa napolitana.
Pasamos en la
isla unas seis horas, un tiempo insuficiente para disfrutar de sus muchos
rincones. El cielo estaba plomizo, pero no llovía. La fría temperatura era más
benigna que la que padecemos en la colina del eremitorio. Muchos
establecimientos turísticos estaban cerrados, a la espera de que pronto
comience la nueva temporada, a menos que el invierno se empeñe en seguir dando
dentelladas como la de estos días. Supe que la población de la isla es de unos
60.000 habitantes, distribuidos en media docena de municipios. En verano supera
los 140.000. Abundan los turistas napolitanos y también los alemanes. Michele, nuestro guía local, nos recordó el
pasado griego, romano, turco y español de la isla mientras nos conducía hasta
las inmediaciones del Castillo Aragonés, una soberbia construcción que sirvió
de fortaleza y refugio a la población cristiana en tiempos de los ataques otomanos.
Disfrutamos de un café en Calise, un original bar, caminamos por el paseo marítimo y deambulamos por
las callejuelas del puerto, como si, en ausencia de otros turistas, la isla
fuera solo para nosotros.
Hacia la una de
la tarde entramos en un rincón llamado “Un attimo di vino”, que literalmente significa “un instante de vino”; pero que,
pronunciado sin pausas, puede también significar “un momento divino”. La última
acepción hace justicia a lo que nos aguardaba. El propietario, un hombre
corpulento de unos 40 años, siciliano de origen, acababa de salir de una serie
de complejas operaciones que le habían devuelto la vida después de estar clínicamente
muerto. ¿Quién puede recuperarse de la rotura de la aorta hallándose en una
isla sin apenas estructuras hospitalarias? Él hablaba de “milagro”. A nosotros
no nos pareció exagerada la calificación después de escuchar su historia. Su pequeño
local no es un restaurante al uso, sino una mezcla de museo, biblioteca,
enoteca y sala de conciertos. Estábamos nosotros solos. Él y su esposa dirigían
las operaciones. Un camarero joven nos servía los platos sin apenas hablar. Un
amigo, sentado al piano, ejecutaba con maestría varias piezas conocidas que
nosotros tarareábamos. En un momento dado cedió el puesto a Matteo, el hijo del
propietario, un muchacho de once años que, debido al mal tiempo, no tenía ese
día colegio. Me impresionó su soltura, a pesar de no tener instrucción musical.
Puro oído. Lo aplaudimos varias veces. Puede llegar a ser un buen pianista. Para
rematar la parte musical, Raimondo, que así se llama el propietario, acompañó
una pieza de jazz tocando una especie
de contrabajo casero construido por él mismo con un cubo de basura, un palo de
madera y una cuerda de nylon. Si no lo veo no lo creo. El sonido era más que
aceptable.
Situados en ese
espacio tan sugestivo y acompañados por una música saltarina, empezamos nuestra
comida alrededor de una mesa rectangular para nueve personas: nosotros y
nuestro amigo Michele. Casi parece de mal gusto escribir sobre estas cosas, y
más en tiempo de Cuaresma, pero fue tal la liturgia
desplegada que más parecía un rito que
una normal ingesta de alimentos. No voy a describir cada uno de los platos,
pero sí el arte con el que estaban confeccionados. Raimondo nos confesó que no
tenía el más mínimo interés en hacer negocio. De hecho, han pasado los años y sigue
con su pequeño establecimiento por el que, sin embargo, han desfilado personajes
famosos de todo el mundo. No hace ninguna publicidad. Aspira solo a convertir
cada comida en una obra de arte. Cocina con productos caseros o de primera
calidad. Se toma todo el tiempo del mundo para prepararlos y la única condición
que pone a sus huéspedes es que no tengan prisa, que se liberen del estrés y
degusten cada plato y, sobre todo, que se recreen con la conversación. Él, de
hecho, es un gran conversador que sabe tratar a cada cliente como un huésped.
Es imposible abandonar el local sin la impresión de haber vivido una especie de
eucaristía secular. Durante todo el tempo
que duró la comida recordé en varias ocasiones la película El festín de Babette, la película favorita del papa Francisco, por
cierto. También la francesa Babette sabía hacer felices a los demás dando lo
mejor de sí misma mientras cocinaba.
Después de una
experiencia como la vivida ayer se comprende mejor por qué nuestras madres
hacen de la comida una expresión de amor, o por qué Enzo Bianchi, el prior de
la comunidad ecuménica de Bose, escribió su Teología de la cocina para ayudar a sus monjes a redescubrir el sentido profundo del
comer juntos, tan olvidado en tiempos de la fast
food. Quien te prepara una comida
con amor te está transmitiendo un mensaje indeleble: “Quiero que tú vivas”.
Toda comida sacramental es –como se
dice de la Eucaristía– un “fármaco de inmortalidad”, en el sentido de que
expresa un ansia de vida plena y de comunión. Es imposible no salir de una
comida así deseando ser mejor persona, más agradecido por los dones que
recibimos, más solidario con todos. ¿Será ésta una de las razones por las que
Jesús comió con tantos marginados y ligó su presencia entre nosotros a la
celebración de esa singular comida que llamamos Eucaristía? La visita a la isla
de Ischia se prolongó hasta la hora de tomar el barco de regreso a Pozzuoli
mientras caía la tarde, pero nada estuvo ya a la altura de la “obra de arte”
que Raimondo, un superviviente, había cocinado para nosotros. No he tenido más
remedio que contar esta historia. Se me ha impuesto por encima de cualquier
otro tema.
Grazie mille, amico. Ci
sono persone che parlano di Dio senza però pronunciarne il nome.
Que bien suena el plan! Y que auténtico el sitio!!!!!!! Gracias por compartirlo. Un abrazo
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