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miércoles, 21 de febrero de 2018

Inversión de roles

Desde que el mundo es mundo, los adultos han enseñado a los niños y jóvenes y éstos se han esforzado por aprender para convertirse luego en maestros. Los padres enseñan a sus hijos a comer, hablar, caminar, asearse, vestirse, saludar a las personas, rezar, etc. Los profesores, por su parte, enseñan las asignaturas del currículo académico. Los maestros profesionales muestran a los aprendices los secretos y técnicas de un oficio, desde la pintura a la ebanistería. Los oficiales del ejército entrenan a los soldados en las artes de la guerra. De esta manera, se han ido transmitiendo a lo largo de los siglos las actitudes y conocimientos que han mantenido viva la especie humana. Con algunas excepciones geniales, éste ha sido el devenir de la historia. Pues bien, esta cadena multisecular se ha roto con la actual sociedad del conocimiento. Hoy son los nietos quienes enseñan a los abuelos a desentrañar los secretos de los ordenadores, tabletas o teléfonos móviles. Estudiantes adolescentes tienen que explicar a sus profesores cómo se usan algunas aplicaciones informáticas. Y casi siempre los universitarios saben mucho más que los catedráticos en cuestiones digitales. En la era de las comunicaciones, se han invertido los roles. Quienes tradicionalmente eran maestros se han convertido en discípulos y los discentes de siempre (o sea, niños y jóvenes) son ahora los verdaderos docentes.

¿Cómo se explica que un niño de tres años sea un nativo digital y parezca que trae conocimientos informáticos de serie, como si gozara de una especie de ciencia infusa? ¿Qué significa esto? ¿Cómo está afectando a los procesos de aprendizaje y a las relaciones intergeneracionales? Estamos asistiendo a una inversión de papeles, inédita en la historia de la humanidad, que constituye una verdadera revolución. Aquí sí que se puede aplicar el dicho evangélico de que “los últimos (en edad) serán los primeros (en conocimientos)”. De nada sirve que los pediatras recomienden que los niños de menos de 12 años no usen los teléfonos inteligentes. O que Bill Gates prohibiera a sus hijos su utilización antes de los 14 años. En España, la mayoría de los niños tiene su primer teléfono móvil propio entre los 10 y los 11 años, pero antes han usado los de sus padres con más pericia que ellos. Más aún, en muchos casos han sido ellos –los niños– quienes han enseñado a sus progenitores a hacer un uso inteligente de sus dispositivos. Hay, pues, en la sociedad del conocimiento un magisterio nuevo, alternativo, que coexiste con el magisterio tradicional. Mientras los padres enseñan a sus hijos las enseñanzas tradicionales, éstos los instruyen en los secretos de las nuevas tecnologías, a menudo con más capacidad pedagógica y didáctica que la que los padres ejercen con ellos.

La mayoría de los adultos aceptan con humildad y sentido del humor este magisterio infantil, pero conozco algún caso en que los padres se sienten humillados y encajan muy a regañadientes que sus hijos los superen en este campo. Se inventan estratagemas para demostrarles que saben más que ellos, pero, por lo general, no les dan buen resultado porque no son sino tapaderas para cubrir su ignorancia. En fin, que no sabemos adónde puede conducirnos esta inversión de roles. La cosa no ha hecho más que empezar. Tal vez tengamos que parafrasear otro dicho de Jesús: “El que no se haga como un niño curioso y atrevido, no puede entrar en el reino de los cielos informáticos”. Los inmigrantes digitales dependemos mucho de los nativos. Quizá esta dependencia tecnológica tenga una contrapartida positiva: puede ayudarnos a plantear mejor los otros aprendizajes. Solo quien se sabe discípulo puede ejercer con verdad y prudencia su vocación de maestro. Los padres y educadores ya no podremos presumir de cosas que no sabemos, nos veremos obligados a ser más auténticos y humildes. Nuestros nuevos “maestros” nos mantendrán en un estado de formación permanente que, a la larga, nos hará mucho bien. Evitaremos anquilosarnos en lo ya sabido y, sobre todo, no esconderemos nuestra ignorancia a base de un burdo y ridículo autoritarismo.

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