Desde que el
mundo es mundo, los adultos han enseñado a los niños y jóvenes y éstos se han
esforzado por aprender para convertirse luego en maestros. Los padres enseñan a
sus hijos a comer, hablar, caminar, asearse, vestirse, saludar a las personas, rezar, etc. Los profesores, por su parte, enseñan las asignaturas del currículo académico. Los maestros profesionales
muestran a los aprendices los secretos y técnicas de un oficio, desde la pintura
a la ebanistería. Los oficiales del ejército entrenan a los soldados en las
artes de la guerra. De esta manera, se han ido transmitiendo a lo largo de los
siglos las actitudes y conocimientos que han mantenido viva la especie humana. Con
algunas excepciones geniales, éste ha sido el devenir de la historia. Pues
bien, esta cadena multisecular se ha roto con la actual sociedad del
conocimiento. Hoy son los nietos quienes enseñan a los abuelos a desentrañar
los secretos de los ordenadores, tabletas o teléfonos móviles. Estudiantes adolescentes
tienen que explicar a sus profesores cómo se usan algunas aplicaciones
informáticas. Y casi siempre los universitarios saben mucho más que los catedráticos
en cuestiones digitales. En la era de las comunicaciones, se han invertido los
roles. Quienes tradicionalmente eran maestros se han convertido en discípulos y
los discentes de siempre (o sea, niños y jóvenes) son ahora los verdaderos
docentes.
¿Cómo se explica
que un niño de tres años sea un nativo digital y parezca que trae conocimientos
informáticos de serie, como si gozara de una especie de ciencia infusa? ¿Qué
significa esto? ¿Cómo está afectando a los procesos de aprendizaje y a las
relaciones intergeneracionales? Estamos asistiendo a una inversión de papeles,
inédita en la historia de la humanidad, que constituye una verdadera
revolución. Aquí sí que se puede aplicar el dicho evangélico de que “los últimos (en edad) serán los primeros
(en conocimientos)”. De nada sirve que los pediatras recomienden que los
niños de menos de 12 años no usen los teléfonos inteligentes. O que
Bill Gates prohibiera
a sus hijos su utilización antes de los 14 años. En España, la mayoría de los niños tiene su primer teléfono móvil
propio entre
los 10 y los 11 años, pero antes han usado los de sus padres con más
pericia que ellos. Más aún, en muchos casos han sido ellos –los niños– quienes
han enseñado a sus progenitores a hacer un uso inteligente de sus dispositivos. Hay, pues, en la sociedad del
conocimiento un magisterio nuevo, alternativo, que coexiste con el magisterio
tradicional. Mientras los padres enseñan a sus hijos las enseñanzas tradicionales,
éstos los instruyen en los secretos de las nuevas tecnologías, a menudo con más
capacidad pedagógica y didáctica que la que los padres ejercen con ellos.
La mayoría de los
adultos aceptan con humildad y
sentido del humor este magisterio infantil, pero conozco algún caso en que los
padres se sienten humillados y
encajan muy a regañadientes que sus hijos los superen en este campo. Se
inventan estratagemas para demostrarles que saben más que ellos, pero, por lo
general, no les dan buen resultado porque no son sino tapaderas para cubrir su
ignorancia. En fin, que no sabemos adónde puede conducirnos esta inversión de
roles. La cosa no ha hecho más que empezar. Tal vez tengamos que parafrasear otro
dicho de Jesús: “El que no se haga como
un niño curioso y atrevido, no puede entrar en el reino de los cielos informáticos”.
Los inmigrantes digitales dependemos mucho de los nativos. Quizá esta
dependencia tecnológica tenga una contrapartida positiva: puede ayudarnos a
plantear mejor los otros aprendizajes. Solo quien se sabe discípulo puede ejercer
con verdad y prudencia su vocación de maestro. Los padres y educadores ya no
podremos presumir de cosas que no sabemos, nos veremos obligados a ser más
auténticos y humildes. Nuestros nuevos “maestros” nos mantendrán en un estado de
formación permanente que, a la larga, nos hará mucho bien. Evitaremos anquilosarnos
en lo ya sabido y, sobre todo, no esconderemos nuestra ignorancia a base de un burdo y ridículo autoritarismo.
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