La naturaleza es
nuestra primera maestra. Cualquier niño que contemple el arcoíris tras una
tarde de lluvia intuye que Dios no puede ser un tirano. El arcoíris es un
símbolo demasiado hermoso como para indicar rencor y venganza. Basta adentrarse en un desierto, por pequeño que sea, para sentir lo esencial de la vida, el anhelo del Misterio. El desierto nos hace comprender que necesitamos poco para vivir y
que “lo esencial es invisible a los ojos”. Un lago nos habla en seguida de paz,
vida y abundancia. Pues si al magisterio de la naturaleza –el primer libro
divino– añadimos la iluminación de la Biblia –el segundo libro de Dios–
entonces todo resulta más claro e inteligible. Esto es lo que sucede
precisamente en este Primer
Domingo de Cuaresma. Es como si la naturaleza y la Biblia se hubieran
puesto de acuerdo para regalarnos algunos mensajes que hagan más serena, clara y feliz
nuestra vida. ¿Qué pasa cuando un hombre o una mujer del asfalto no aprenden a
leer ninguno de estos dos libros y se dejan seducir por sucedáneos artificiales?
¡Que su vida se hace cada vez más insignificante y gris! Es como si la
contaminación urbana acabara contaminando también las verdades más claras de la
existencia. Escribo estas notas en Ciudad de México, una megalópolis en la que la
gran contaminación me irrita los ojos. ¿Cómo se puede ver la vida con
claridad en un lugar como éste?
El arco es símbolo
de guerra. El arcoíris es un símbolo de paz. Es verdad que en el Antiguo
Testamento Dios aparece a veces como un guerrero que tensa su arco contra los
enemigos (cf. Sal 7), pero su verdadero arco, el que simboliza la alianza con
su pueblo, el final de todo diluvio, es el arcoíris. Hoy muchos grupos utilizan
también este símbolo, desde algunos movimientos pacifistas y ecologistas hasta
el colectivo LGTB. Más allá de usos partidarios, algunos muy discutibles, su significado
cósmico y bíblico es claro: Dios no quiere la violencia y la destrucción sino
la paz y la vida. Vengar o asesinar no son verbos divinos sino escandalosamente
humanos. No estoy seguro de que hayamos avanzado mucho con respecto a los
pueblos del Antiguo Testamento. Los seres humanos nos seguimos matando en
guerras organizadas o en venganzas de diverso tipo. Hemos hecho del arcoíris un inocuo elemento poético, no un símbolo revolucionario. Ayer, sin ir más lejos, me
levanté con la noticia de que en la parroquia claretiana de Nuestra Señora de
Fátima, en Kinshasa, el
ataque de un grupo de bandidos se saldó con varios muertos. El arco de guerra sigue estan tenso. Nl quiero pensar en un temido enfrentamiento entre Estados Unidos y Corea del Norte o entre Rusia y la Unión Europea.
Hablar de
desierto en México no es nada extraño. La zona norte del país es desértica, así
que aquí no se piensa –como en Europa– en el desierto del Sahara sino en los desiertos
de Chihuahua o Sonora. El
evangelio de Marcos sitúa a Jesús en el desierto antes de comenzar su
ministerio público. No va allí para hacer senderismo o someterse a una dieta de
adelgazamiento. Según el texto de Marcos, va al desierto “empujado por el Espíritu” para “ser tentado
por Satanás”. Ir al desierto equivale a hacer su noviciado de 40 días antes de
anunciar el Evangelio. Es un tiempo de prueba para calibrar la autenticidad de
sus motivaciones y la verdad de sus experiencias. La Biblia está repleta de
alusiones simbólicas al número 40. Quizás en el contexto de Marcos esta cifra se
refiere a la duración media de una vida humana, de una generación. Es una
manera simbólica de decir que Jesús pasa toda la vida en el desierto; o sea, que
toda su vida fue una prueba constante, una tensión entre un mesianismo reducido
a poder o un mesianismo planteado como servicio y entrega. Satanás es el símbolo
de todos los males a los que Jesús tuvo que enfrentarse a lo largo de su vida
para no malograr el proyecto del Padre. Para cada uno de nosotros, “ir al
desierto” puede significar poner a prueba la profundidad de nuestras
convicciones, averiguar si lo que nos nueve en la vida es la búsqueda de Dios o
esa serie de objetivos penúltimos que la cultura consumista se empeña en
presentar como últimos e imprescindibles para ser felices. Se nos va la vida entera
en separar el oro de la ganga.
Jesús no anuncia
el Reino de Dios en el desierto (como hacía Juan con su bautismo de penitencia).
Tampoco se dirige, en primer lugar, a la ciudad de Jerusalén (donde el Templo
polariza la religiosidad del pueblo). Se va a la región fronteriza y pagana de
Galilea. Salta del desierto (lugar de la prueba) al lago de Tiberíades (lugar de la vida) con
la esperanza de que en el bullicio de la vida cotidiana se despierte el sueño dormido del Reino de Dios. Su buena noticia –su evangelio– no
consiste en anunciar la restauración de la monarquía davídica, como muchos
esperaban, sino el señorío de Dios en el mundo; es decir, el triunfo del amor
sobre los ídolos que hacen este mundo irrespirable: la codicia, el engaño, la
injusticia y la violencia. Quienes sufren las consecuencias de un mundo
inhumano (los pobres, los enfermos, los que no encuentran su sitio, los excluidos), enseguida sintonizan con la predicación de Jesús. Quienes, por el
contrario, están medrando mediante el engaño y la extorsión, sienten que Jesús de
Nazaret representa una grave amenaza para su vida de dominio y comodidad. Serán éstos (sumos sacerdotes, algunos
fariseos, gente bien) quienes se apunten la primera victoria. Conseguirán quitarse
de en medio a Jesús en un plazo de tiempo muy breve: entre uno o tres años.
Pero serán los pobres quienes ganen la batalla final porque “a ellos pertenece
el Reino de los cielos”. ¿Quién se acuerda hoy de aquellos gerifaltes
satisfechos? Su miserable y estrecha ambición ha caído en el olvido. Sin
embargo, el nombre de Jesús sigue resonando por todo el mundo como memoria de
un Evangelio que siempre es alternativa a todos los sistemas que los seres
humanos inventamos: a los de derecha y a los de izquierda; a los autoritarios y
a los democráticos; a los capitalistas y a los comunistas. El Reinado de Dios
echa raíces en nuestros logros, pero siempre los desborda. Por eso, es un sueño más que una conquista, un don más que una tarea.
Creo que la
Cuaresma empieza este año a buen ritmo. Si tenéis ganas y tiempo para profundizar más,
no os perdáis el vídeo de Fernando Armellini, con audio en español. Feliz domingo a todos desde Ciudad de México.
Hola Gonzalo, ¿estás bien? ¿ha habido réplicas?
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tu reflexión y por aconsejar el video de Armellini que me ha aportado mucha claridad.
Unidos en la oración. Un abrazo