Es tal la riqueza de las
lecturas de este II
Domingo del Tiempo Ordinario que, la verdad, no sé por dónde empezar ni
qué acentuar. Tanto la historia de Samuel (primera lectura) como la de los
primeros discípulos de Jesús (Evangelio) son historias vocacionales. En
realidad, son espejos donde podemos mirarnos para saber mejor lo que pasa en
cada uno de nosotros. Hace unos veinte años, recreé la
historia de Samuel como si fuera un muchacho en la España de finales
del siglo XX. Era una forma de acercar las viejas historias de la Biblia a
nuestro tiempo. Hoy me detengo en la narración del Evangelio
de Juan, sobre la que conviene hacer un sereno ejercicio
de lectio divina. Siempre me ha fascinado que la primera vez que
Jesús habla en el Evangelio de Juan sea para formular una pregunta: “¿Qué buscáis?”. Dos discípulos de Juan,
movidos por sus palabras acerca de Jesús (“Este es el Cordero de Dios”), dejan
a su antiguo maestro (Juan el Bautista) y comienzan a seguir al nuevo rabbí (Jesús de Nazaret). Resulta muy
raro este cambio repentino. No es extraño, pues, que Jesús quiera saber qué los
mueve a cambiar de maestro y de rumbo. La respuesta de los discípulos -nueva
sorpresa- es, en realidad, una pregunta: “¿Dónde
vives?”. Si a los dos discípulos no les resultó fácil explicar qué
buscaban, a uno como Jesús, que “no tiene
dónde reclinar la cabeza” (Mt 8,20), tampoco le fue fácil decir dónde
vivía. Por eso, responde con una invitación: “Venid y veréis”. Hay cosas que no se pueden explicar, solo experimentar.
La invitación debió de ser tan irresistible que los discípulos (luego sabremos
que se trata de Andrés y de su hermano Cefas-Pedro) “fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”. Cada
uno de los verbos indica las etapas de un itinerario de seguimiento: ir, ver,
quedarse. No solo describen la experiencia de los primeros discípulos, sino que
nos hablan de nuestro propio itinerario: Jesús nos invita a ir con él, a ver
cómo vive, y a quedarnos.
Y aquí, al final de esta
secuencia verbal, se cuela un detalle sobre el que se han hecho mil
interpretaciones. El evangelista añade: “Serían
las cuatro de la tarde”. Parece una indicación cronológica superflua. Es
verdad que con ella se subraya hasta qué punto la experiencia tuvo un fuerte impacto psicológico en los discípulos, pero la frase tiene un significado mucho más profundo. Es una declaración teológica. La “hora décima” está muy próxima de la hora “hora duodécima”
(el atardecer), que es cuando, según el cómputo judío, comienza un nuevo día. El
evangelista parece indicar que el encuentro personal con Jesús nos prepara para
entrar en el “nuevo día” de la vida en Dios, de la salvación definitiva. No es,
pues, una nimiedad insignificante. Hay otros muchos detalles contenidos en el
texto que rebasan la brevedad de esta entrada. Uno de ellos es la lista de títulos
con los que es presentado Jesús. Él es el Cordero
de Dios (en palabras de Juan el Bautista), el Rabí-Maestro (en labios de Andrés y su hermano Simón Pedro) y el Mesías-Cristo (confesado por Andrés). Es
claro que el evangelista quiere ofrecernos un mini-cristología que enriquece y
completa la presentada en el prólogo de su evangelio, cuando habla de Jesús
como Palabra, Luz y Vida. ¿Y qué decir de esa mirada que traspasa el corazón de Pedro y llega hasta su intimidad?
Esta historia está
escrita para nosotros. Todo el relato es un guiño constante a los lectores de
todos los tiempos. Jesús nos pregunta hoy qué buscamos. Igual que los primeros
discípulos, no creo que seamos capaces de formular una respuesta precisa y
satisfactoria. Sabemos bastante bien lo que hacemos, pero no lo que buscamos.
Podríamos ofrecer respuestas genéricas como la felicidad, ser nosotros mismos,
encontrar un sentido a la vida, etc. Pero todo queda como suspendido en el aire
porque, en realidad, no es fácil saber lo que hay detrás de nuestras preguntas,
desvelos y afanes. A veces, buscamos ayudar a las personas y otras engordar
nuestro ego. Todo está demasiado mezclado como para ofrecer una respuesta neta,
bien afilada. En el mejor de los casos, podemos sentirnos cómodos haciendo
nuestra la pregunta de los discípulos: ¿Dónde vives? O sea: ¿Dónde puedo
encontrarte? ¿Cómo puedo creer en ti? ¿Qué estilo de vida llevas? La respuesta
de Jesús sigue siendo una invitación a pasar del mero conocimiento teórico (sé
que existes) a la experiencia de encuentro interpersonal (te creo-me fío de ti).
Cuando Jesús nos dice “Venid y lo veréis”
nos está invitando a ir más allá de la costumbre, la rutina y la tradición. Un día con él es toda una vida. ¿Cuántos
de nosotros hemos experimentado de verdad lo que significa ir detrás de él? ¿No
nos hemos contentado, en el mejor de los casos, con ser fieles a lo que desde
niños nos dijeron que era ser cristiano? En los tiempos en los que la fe parecía
impregnar la vida social, puede que fuera suficiente. Hoy no se puede sostener
una fe que no sea fruto de un enamoramiento, de un encuentro de esos que se quedan
grabados a fuego en el corazón. Serían las cuatro de la tarde. ¿Quién puede olvidarse?
Para los que entendéis el inglés, os dejo con el comentario de mi compañero Henry Omonisaye, nigeriano, coordinador de la Pastoral Bíblica en la Congregación Claretiana. Cada semana cuelga su comentario en nuestro canal de You Tube.
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