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domingo, 14 de enero de 2018

Serían las cuatro de la tarde

Es tal la riqueza de las lecturas de este II Domingo del Tiempo Ordinario que, la verdad, no sé por dónde empezar ni qué acentuar. Tanto la historia de Samuel (primera lectura) como la de los primeros discípulos de Jesús (Evangelio) son historias vocacionales. En realidad, son espejos donde podemos mirarnos para saber mejor lo que pasa en cada uno de nosotros. Hace unos veinte años, recreé la historia de Samuel como si fuera un muchacho en la España de finales del siglo XX. Era una forma de acercar las viejas historias de la Biblia a nuestro tiempo. Hoy me detengo en la narración del Evangelio de Juan, sobre la que conviene hacer un sereno ejercicio de lectio divina. Siempre me ha fascinado que la primera vez que Jesús habla en el Evangelio de Juan sea para formular una pregunta: “¿Qué buscáis?”. Dos discípulos de Juan, movidos por sus palabras acerca de Jesús (“Este es el Cordero de Dios”), dejan a su antiguo maestro (Juan el Bautista) y comienzan a seguir al nuevo rabbí (Jesús de Nazaret). Resulta muy raro este cambio repentino. No es extraño, pues, que Jesús quiera saber qué los mueve a cambiar de maestro y de rumbo. La respuesta de los discípulos -nueva sorpresa- es, en realidad, una pregunta: “¿Dónde vives?”. Si a los dos discípulos no les resultó fácil explicar qué buscaban, a uno como Jesús, que “no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8,20), tampoco le fue fácil decir dónde vivía. Por eso, responde con una invitación: “Venid y veréis”. Hay cosas que no se pueden explicar, solo experimentar. La invitación debió de ser tan irresistible que los discípulos (luego sabremos que se trata de Andrés y de su hermano Cefas-Pedro) “fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”. Cada uno de los verbos indica las etapas de un itinerario de seguimiento: ir, ver, quedarse. No solo describen la experiencia de los primeros discípulos, sino que nos hablan de nuestro propio itinerario: Jesús nos invita a ir con él, a ver cómo vive, y a quedarnos.

Y aquí, al final de esta secuencia verbal, se cuela un detalle sobre el que se han hecho mil interpretaciones. El evangelista añade: “Serían las cuatro de la tarde”. Parece una indicación cronológica superflua. Es verdad que con ella se subraya hasta qué punto la experiencia tuvo un fuerte impacto psicológico en los discípulos, pero la frase tiene un significado mucho más profundo. Es una declaración teológica. La “hora décima” está muy próxima de la hora “hora duodécima” (el atardecer), que es cuando, según el cómputo judío, comienza un nuevo día. El evangelista parece indicar que el encuentro personal con Jesús nos prepara para entrar en el “nuevo día” de la vida en Dios, de la salvación definitiva. No es, pues, una nimiedad insignificante. Hay otros muchos detalles contenidos en el texto que rebasan la brevedad de esta entrada. Uno de ellos es la lista de títulos con los que es presentado Jesús. Él es el Cordero de Dios (en palabras de Juan el Bautista), el Rabí-Maestro (en labios de Andrés y su hermano Simón Pedro) y el Mesías-Cristo (confesado por Andrés). Es claro que el evangelista quiere ofrecernos un mini-cristología que enriquece y completa la presentada en el prólogo de su evangelio, cuando habla de Jesús como Palabra, Luz y Vida. ¿Y qué decir de esa mirada que traspasa el corazón de Pedro y llega hasta su intimidad? 

Esta historia está escrita para nosotros. Todo el relato es un guiño constante a los lectores de todos los tiempos. Jesús nos pregunta hoy qué buscamos. Igual que los primeros discípulos, no creo que seamos capaces de formular una respuesta precisa y satisfactoria. Sabemos bastante bien lo que hacemos, pero no lo que buscamos. Podríamos ofrecer respuestas genéricas como la felicidad, ser nosotros mismos, encontrar un sentido a la vida, etc. Pero todo queda como suspendido en el aire porque, en realidad, no es fácil saber lo que hay detrás de nuestras preguntas, desvelos y afanes. A veces, buscamos ayudar a las personas y otras engordar nuestro ego. Todo está demasiado mezclado como para ofrecer una respuesta neta, bien afilada. En el mejor de los casos, podemos sentirnos cómodos haciendo nuestra la pregunta de los discípulos: ¿Dónde vives? O sea: ¿Dónde puedo encontrarte? ¿Cómo puedo creer en ti? ¿Qué estilo de vida llevas? La respuesta de Jesús sigue siendo una invitación a pasar del mero conocimiento teórico (sé que existes) a la experiencia de encuentro interpersonal (te creo-me fío de ti). Cuando Jesús nos dice “Venid y lo veréis” nos está invitando a ir más allá de la costumbre, la rutina y la tradición. Un día con él es toda una vida. ¿Cuántos de nosotros hemos experimentado de verdad lo que significa ir detrás de él? ¿No nos hemos contentado, en el mejor de los casos, con ser fieles a lo que desde niños nos dijeron que era ser cristiano? En los tiempos en los que la fe parecía impregnar la vida social, puede que fuera suficiente. Hoy no se puede sostener una fe que no sea fruto de un enamoramiento, de un encuentro de esos que se quedan grabados a fuego en el corazón. Serían las cuatro de la tarde. ¿Quién puede olvidarse?


Para los que entendéis el inglés, os dejo con el comentario de mi compañero Henry Omonisaye, nigeriano, coordinador de la Pastoral Bíblica en la Congregación Claretiana. Cada semana cuelga su comentario en nuestro canal de You Tube.


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