He oído que al papa
Francisco le gusta mucho hablar por teléfono. En esto se parece a mi madre. O mi
madre a él. No sé quién pasará más minutos pegado al auricular. De vez en
cuando aparece la noticia de que el Papa ha telefoneado a fulano de tal. Yo creo
que esto habría que guardarlo en secreto, pero casi siempre puede más la
emoción de decir que uno
ha recibido una llamada del Papa que la discreción aconsejable. Hace años, esta costumbre hubiera
costado muy cara, sobre todo si se trataba de llamadas internacionales, pero hoy
disponemos de muchos medios para hacer llamadas gratuitas o a muy bajo coste. Y siempre nos queda servirnos de WhatsApp
o Facebook, aunque no siempre la
calidad sea óptima. Yo me he propuesto imitar un poco al Papa en esta “pastoral
del teléfono”. Sé que hay gente muy querida, sobre todo personas ancianas, que
nunca van a leer ninguna de las entradas de este Rincón. En algunos casos, porque no disponen de ordenador u otros dispositivos
electrónicos; en otros, porque no están ya en condiciones de leer un texto relativamente
largo como las entradas de este blog, sobre todo la de ayer.
Desde 1971 existe en España
el Teléfono de la Esperanza, cuya
misión es “promover la salud emocional de las personas y, especialmente, de
aquellas que se encuentran en situación de crisis”. Una red de voluntarios
atiende a personas solas o con problemas a través de la línea telefónica. Sé que
para muchas ha sido su salvación. Yo no estoy proponiendo algo semejante.
Quiero limitarme a conversaciones amigables con personas que necesitan ser
escuchadas, que, por diversas razones, no tienen mucha vida social. Utilizar un
teléfono para sermonear me parece miserable. Pero utilizarlo para saludar,
escuchar, reír y consolar me parece algo maravilloso. Hay personas que están
todo el día pendientes de una llamada. Si no llega, se deprimen. Cuando, por
fin, suena el teléfono, se ponen más contentas que unas Pascuas. Cinco minutos
son suficientes para que alguien tome conciencia de que existe, de que no es un
ser olvidado. En la vida hay muchas llamadas insustanciales, que no hacen más
que robarnos el tiempo. Otras son puramente funcionales. Las hacemos o recibimos para gestionar
algún asunto. Reconozco que en mi trabajo abundan este tipo de llamadas. Pero
otras son una hermosa expresión de gratuidad: “Te llamo para nada, simplemente porque quiero hablar contigo. No tengo
nada que pedirte ni tampoco ninguna información que ofrecerte. Ni siquiera hoy
es tu cumpleaños. Solo quiero oír tu voz, saber que estás ahí y que estás bien”.
Hay personas que tienen la
capacidad de intoxicar cuanto tocan. Más vale rehuirlas, incluso cuando llaman por teléfono. Hay maneras elegantes de zafarse. Pero hay otras personas -creo
que la mayoría- que tienen el don de pronunciar palabras portadoras de vida.
Tengo algunos amigos que, cuando se ponen al teléfono, solo con el tono de su
voz, ya me están diciendo que merece la pena vivir. Incluso cuando
parecen tristes o apurados, transmiten una cercanía que reconforta. Influye
todo: el contenido, el ritmo y, sobre todo, el tono y el timbre de la voz. Si
alguien me habla como si fuera el sobrecargo de un avión o una dependienta de El Corte Inglés que anuncia novedades en
la planta séptima, lo más probable es que cuelgue (metafóricamente hablando),
aunque mantenga el auricular abierto. Pero si alguien me saluda con amabilidad,
me pregunta cómo estoy y me cuenta cómo le va, entonces se produce un pequeño
milagro que puede tonificar a cualquiera. A esto quisiera dedicarme este fin de
semana, aprovechando que las previsiones meteorológicas hablan de frío y nieve
y mis conocidos permanecerán más tiempo en casa. ¿Es una pérdida de tiempo?
Quizás para los muy productivos. Yo lo considero un gran regalo. Por cierto, ¿hay alguien ahí? ¡Ay, qué pesado! Buen finde.
Qué grande Domenico!!!!!
ResponderEliminarHay alguien aquí, leyendo.
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