Hoy recordamos a san Antonio abad, uno
de los santos más populares entre los católicos. Muchos lo consideran el
protector de los animales, un santo milagrero o un inventor de ritos populares.
De hecho, su fiesta se celebra en numerosos pueblos. Pero Antonio fue mucho más
que todo eso. Vivió a caballo entre el siglo III y el IV. Murió con más de cien
años. El relato de su vida -la Vita Antonii,
escrita por san Atanasio de Alejandría- ha sido a lo largo de los siglos una
especie de manual para quienes querían abrazar la vida eremítica. No hay nada
más instructivo que la vida ejemplar de quienes han vivido a fondo la existencia
humana. No hay mejor libro que una vida auténtica. No es fácil acercarse a la vida de un eremita desde nuestra cultura
urbana. Por extraño que parezca, también hoy, en pleno siglo XXI, existen
eremitas
de diverso signo. Algunos son hombres y mujeres religiosos que buscan a
Dios en el silencio. Otros son profetas del anti-consumismo, deseosos de huir
de la sofisticación actual. En todos los casos valoran la soledad y un estilo
de vida sobrio. Hace menos de dos meses escribí sobre una película reciente que
narra la experiencia eremítica de un joven ejecutivo francés en
los bosques de Siberia. Pero se
podría escribir también sobre los muchos eremitas que no se van lejos, que
están a nuestro lado, porque los
eremitas de hoy viven en la ciudad.
¿Por qué un hombre o una
mujer deciden huir del ruido y vivir en la soledad y el silencio? El recuerdo
de la experiencia de san Antonio puede darnos algunas pistas. San Atanasio
cuenta así el origen de la vocación del santo egipcio eremita:
“Después de la muerte de sus padres quedó solo con
una única hermana, mucho más joven. Tenía entonces unos dieciocho o veinte
años, y tomó cuidado de la casa y de su hermana. Menos de seis meses después de
la muerte de sus padres, iba, como de costumbre, de camino hacia la iglesia.
Mientras caminaba, iba meditando y reflexionaba cómo los apóstoles lo dejaron
todo y siguieron al Salvador (Mt 4,20; 19,27); cómo, según se refiere en los
Hechos (4,35-37), la gente vendía lo que tenía y lo ponía a los pies de los
apóstoles para su distribución entre los necesitados; y que grande es la
esperanza prometida en los cielos a los que obran así (Ef 1,18; Col 1,5).
Pensando estas cosas, entró a la iglesia. Sucedió que en ese momento se estaba
leyendo el pasaje, y se escuchó el pasaje en el que el Señor dice al joven
rico: “Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y dáselo a los pobres;
luego ven, sígueme, y tendrás un tesoro en el cielo” (Mt 19,21). Como si Dios
le hubiese puesto el recuerdo de los santos y como si la lectura hubiera sido
dirigida especialmente a él, Antonio salió inmediatamente de la iglesia y dio
la propiedad que tenía de sus antepasados: 80 hectáreas, tierra muy fértil y
muy hermosa. No quiso que ni él ni su hermana tuvieran ya nada que ver con
ella. Vendió todo lo demás, los bienes muebles que poseía, y entregó a los
pobres la considerable suma recibida, dejando sólo un poco para su hermana”.
Seguimos necesitando vocaciones
un poco anormales que nos mantengan
despiertos. Los eremitas son como centinelas que nos recuerdan por donde sale
el sol de Dios en medio de nuestras noches. De lo contrario, la fe en Jesús se
vuelve tan normal que acaba perdiendo todo sabor. Llega un momento en el que
uno se pregunta si vale la pena seguir creyendo en Dios para luego llevar una
vida normal como la de quienes no creen. La fe ha tenido siempre una dosis de heroísmo
porque no se acomoda, sin más, a ningún tiempo. Acepta todos y los supera.
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