Me he topado por
casualidad con una interesante
entrevista a la ciberantropóloga estadounidense Amber Case. Considera
que el mal uso de las tecnologías de la comunicación nos está esclavizando. No suena a nuevo, pero ella lo explica de manera original, evitando el discurso moralista. Propone
un equilibrio entre la sabiduría de la naturaleza y los aportes de la técnica. Comparto
su opinión. Yo, que soy un inmigrante
digital, compruebo hasta qué punto muchos de mi generación y, sobre
todo, los nativos digitales, están todo el día pendientes de los dispositivos
móviles. Esta adicción crea una ansiedad enfermiza. Se me hace difícil entender
a las personas que no se separan ni un segundo de su teléfono. Incluso durante
el descanso nocturno lo dejan en la mesilla de noche como si algo importantísimo
fuera a suceder mientras duermen. Esta hiperconectividad a las fuentes externas de información
suele ir asociada a dificultades enormes para conectarse con el propio centro
personal y con los demás. Este fenómeno ha sido ya muy analizado. Por
paradójico que resulte, a mayor comunicación, menos comunión. Es como si en el
campo de las relaciones estuviéramos viviendo una especie de inflación.
Pero no solo eso. La
hiperconectividad implica también que somos más controlados. George Orwell se
quedó corto con el Big Brother controlador
que imaginó en su célebre novela 1984. Actualmente, Google sabe
de nosotros más que nosotros mismos. En función de nuestras búsquedas,
sabe lo que nos gusta, los lugares por donde nos movemos, las aplicaciones que
nos hemos descargado y con las que perdemos el tiempo, las fotos que hacemos,
las conversaciones que mantenemos a través de Skype o de otras plataformas, graba nuestras búsquedas por voz, …
Naturalmente, todo esto se hace con un objetivo que parece plausible: ayudar a
mejorar la experiencia de los usuarios de Google
en los distintos servicios ofrecidos por el buscador más famoso del mundo. No
hay por qué dudarlo, pero de ahí a la manipulación y al control hay una
distancia muy pequeña. En manos de personas sin escrúpulos, podemos ser
engañados, chantajeados y perseguidos. ¿Es esta la sociedad con la que soñamos?
Una vez más, como ha sucedido siempre que ha habido avances tecnológicos, la
técnica se muestra ambigua: puede servir para humanizarnos o para ahondar
todavía más en todo aquello que nos deshumaniza; puede hacer un mundo más justo
o aumentar las discriminaciones y desigualdades.
Para todo necesitamos
entrenarnos. No olvido una publicidad que vi en Filipinas en el lejano 1991. Se
refería al uso de los ordenadores personales. Decía lo siguiente: “Primero los
odias, luego te fascinan; finalmente, los comprendes”. Creo que puede aplicarse
a cualquier dispositivo electrónico en general. Muchas personas (sobre, todo,
mayores) se acercan a ellos con una actitud inicial de desdén: “Yo no necesito
esto; buena gana de gastar el dinero; son juguetitos para los jóvenes”. Pronto
pasan a la etapa de la fascinación: “Es increíble lo que se puede hacer con
esto. ¡Hasta puedo ver a mi hija que está en Londres!”. Pocos entran en una
etapa de uso inteligente, evitando caer en sus efectos adictivos. Es muy probable
que haya que introducir en los planes de estudios alguna materia que ayude a
hacer un uso inteligente de estos mecanismos para evitar que acaben
dominándonos. Mientras tanto, no estaría mal adoptar algunas estrategias
caseras: acotar tiempos en los que no vamos a usar el ordenador o el teléfono, evitar
un uso infantil de WhatsApp con
constantes mensajes insustanciales (sobre todo, en Navidad), etc. Entre un
paseo por la red y un paseo por el bosque o por el parque, siempre es
preferible el segundo.
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